Experiencia estética de Hans George Gadamer

Experiencia estética de Hans George Gadamer

Hans George Gadamer

Retornemos al universo de “Verdad y Método” (1960) de Hans George Gadamer (1900-2002), esta vez desde su visión sobre la experiencia estética, elemento primordial de su pensamiento. Pero, antes, hagamos la siguiente aclaración acerca de la “distinción estética” descrita por el autor. El filósofo explica que existe una conciencia estética que recoge la situación en que el observador se encuentra en relación a la obra de arte. Indica que hay una conciencia específica del objeto bello separada de las demás formas de conciencia que separa los objetos bellos de todos los demás. Es una conciencia específica para la contemplación de lo bello distinguida y separada de las otras formas de conciencia, es decir, la que usamos para conocer los objetos artísticos es diferente de la que usamos para conocer otro tipo de objetos del mundo (Gadamer, p.127, 129). Por otro lado, la experiencia estética se acompaña de una reivindicación de la aportación de verdad de aquellas experiencias del sujeto en contacto con la obra de arte, con la historia o con el diálogo personal.

Sobre otro aspecto de la experiencia estética, Heidegger y Gadamer arremeten contra la reducción de la obra de arte al papel de proveedora de vivencias subjetivas agradables. Critican la idea según la cual podríamos captar la naturaleza real, el estatuto ontológico (naturaleza del ser en cuanto ser) de la obra de arte, así como su alcance cognitivo a partir de una perspectiva estética que situara en su centro la experiencia concebida como experiencia vivida. Según ellos, dicha perspectiva es intrínsecamente subjetivista y por tanto relativista. Se basa en el prejuicio según el cual la obra de arte nos sería dada de manera inmediata a través de una experiencia vivida. Gadamer refiere que al pretender despojar de toda mediación nuestra relación con las obras, de hecho, despojamos al arte de toda dimensión cognitiva (operaciones mentales que realiza el cerebro para procesar información).

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En su visión, la experiencia hermenéutica (interpretativa) viene a ser experiencia de los propios límites de la conciencia y el conocimiento; experiencia de la finitud humana. Un acontecimiento que nos recuerda, según afirma, que somos más de lo que sabemos. La identidad de la obra de arte radica no meramente en su materialidad como forma artística, sino fundamentalmente en su interpelación a la experiencia, en su llamado a comprender algo no como signo de otra cosa o medio para un fin, sino como aquello que aparece, cuyo sentido radica en su mero aparecer. La estética gadameriana resulta muy iluminadora sobre el vínculo intrínseco entre arte y experiencia. No puede haber autonomía del arte si esta no se sustenta en la experiencia Estética. El camino gadameriano ha consistido en explorar fenomenológicamente la raíz antropológica de la experiencia estética y su fundamento ontológico. Siguiendo este camino, es posible comprender cómo la experiencia estética, antes que convención, fue y es un acontecer emparentado con la experiencia del juego (p. 144-145).

Gadamer realiza una explicación que impacta cuando refiere que la obra de arte solo se realiza en el acontecer de la experiencia estética; no es tanto un objeto, sino más bien un evento. Desde esta perspectiva, la singularidad de la obra de arte radica en que, si bien es una creación humana, se transforma en algo más durante la experiencia (la puesta en juego de la obra), y deviene en algo semejante a una formación natural, se eleva como una montaña, esto es, algo más que la mera expresión de las intenciones de un artista o la alegoría de un significado preexistente. Una obra de arte desafía la interpretación al llamar la atención sobre sí como lo que está ahí, lo que aparece. En este sentido, la obra es una interpelación lúdica al espectador y lo lleva a detenerse en su apariencia, en su manifestación; una interpelación a jugar el juego que la obra propone desde su propio ser.

Allí no hay, por tanto, convención, sino una transformación en la que la obra solo se realiza con la experiencia del arte, esto es, en el encuentro de la obra con el espectador. Aquí hay una cercanía con la experiencia hermenéutica en tanto que la obra confronta nuestros prejuicios y nos impele a comprender; pero también implica una diferencia esencial, por cuanto la conformación de la obra de arte hace inagotable ese desafío a la comprensión. A raíz de esto, la obra de arte es, como afirma Gadamer, radicalmente temporal, puesto que carga con su propio tiempo, su propio pasado, y al mismo tiempo le habla siempre al presente de la experiencia. Una verdadera obra de arte siempre involucra en su experiencia una sensación de algo que se escapa, que no se deja fijar en palabras. Sin embargo, para Bourdieu, Gadamer es parte de un gran grupo de pensadores que toman su propia experiencia subjetiva de una obra de arte —“es decir, la[experiencia] de un hombre culto de una sociedad determinada”— y la convierten en “norma transhistórica”, “sin adquirir constancia de la historicidad de esta experiencia y del objeto al que se aplica” (Bourdieu, 420).

Pero Gadamer lo desmiente cuando dice:

“Evidentemente existe una diferencia esencial entre el espectador que se entrega del todo al juego del arte y las ganas de mirar del simple curioso. También es característico de la curiosidad el verse como arrastrado por lo que ve, el olvidarse por completo de sí y el no poder apartarse de lo que tiene delante. Sin embargo, lo que caracteriza al objeto de las curiosidades que en el fondo le es a uno completamente indiferente. No tiene el menor sentido para el espectador. No hay nada en él hacia lo cual uno deseara realmente retornar y reencontrarse en ello. Pues lo que funda el encanto de la contemplación es la cualidad formal de su novedad, esto es, de su abstracta alteridad.

Esto se hace patente en el hecho de que su complemento dialéctico sea el aburrimiento y el abotagamiento. En cambio, lo que se muestra al espectador como juego del arte no se agota en el momentáneo sentirse arrastrado por ello, sino que implica una pretensión de permanencia y la permanencia de una pretensión”.

Así, la obra de arte es un juego de contrarios, de “mostración y ocultación”. Precisamente en su ambigüedad, en la indeterminación de su significado y su inalienable detentación de este en su manifestación artística, encuentra la obra de arte toda su fuerza histórica. En Gadamer no hay una respuesta “positiva” sobre el significado del arte, en la medida en que no lo determina conceptualmente.

La realidad aparece como aquello que sobrepasa toda comprensión y que hace que esta no tenga conclusión posible. En la experiencia hermenéutica, se trata de la realidad de la historia, en la que siempre somos más de lo que sabemos. Y en la experiencia del arte, a la luz del centro especulativo del lenguaje y la primacía de lo bello sobre la evidencia de lo comprensible, la negatividad de la realidad se muestra como ese movimiento infinito del ser al cual la obra nos acerca, pero del que no podemos apropiarnos, no podemos aprehender como un concepto, y que constituye una experiencia intraducible, que nos deja perplejos ante la belleza del arte, incapaces de expresar esa totalidad de sentido.

En definitiva, para Gadamer el arte es una experiencia del mundo que el arte realiza con su belleza. Consecuentemente, la experiencia de la obra evoca una totalidad de sentido, una comunión en un mundo completo, cerrado, también hay siempre un ocultamiento de esa posibilidad y con ello un reconocimiento de nuestra situación como seres finitos en un mundo siempre abierto, cambiante.

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