La mayor cuota de responsabilidad recae en los políticos. Desacreditados, sin discurso, carentes de propuestas y conducidos por el espíritu clientelar, establecimos las bases de que incorporarse a las tareas partidarias representa la oportunidad de oro para la movilidad económica.
El deterioro de la calidad del producto político movilizó la estrategia de sobrevivencia a una nueva jurisdicción: lo estrictamente popular. Así llegaron los artistas, deportistas, comunicadores y uno que otro exponente del éxito como resultado de las extrañas maromas financieras. Por eso, la urgencia de colocarlos en las boletas se entendió como ungüento por excelencia para amortiguar los golpes de un modelo caduco.
Lo importante se transformó, la vocación de servicio materia prima de soñadores y lo «in» acogido en las redes sociales abrió el apetito de los que, entusiasmados por el reconocimiento público, creen posible convertirlo en herramienta de credibilidad para electores deseosos de conseguir lo diferente.
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Debemos revisarnos. Un sistema partidario sin profundidad, carente de exponentes rigurosos y comprometidos, no representa otra opción que no sea el fracaso. Ya antes, cuando la popularidad merenguera pretendió adquirir dimensión senatorial, la derrota no se hizo esperar. Además, aquella voz articulada y seductora no pudo entusiasmar los votantes capitalinos, dándole una derrota inmerecida al más culto de los locutores dominicanos. La política real y verdadera, anda a mil kilómetros de la imagen capaz de confundir temporalmente lo forma con el fondo.
Una organización auténticamente moderna debe establecer las bases con modelos llamados a romper con los viejos modelos y enfatizar en sepultar los errores que, en el pasado reciente, pudieron evitarse.
Bien lo dice el viejo adagio, “zapatero a su zapato”. Recurrir a la farándula y sus exponentes como respuesta al déficit de conexión con los electores es una fatalidad. De paso, allanar el camino para la oficialización del reinado de la insuficiencia. En esencia, el servicio público requiere, no de requisitos estrictamente académicos sino de una vocación de servicio, acompañada de un elemental conocimiento, formación y compromiso que aleje a exponentes que la sociedad asuma como escarnio público.
Estamos a tiempo. La política debemos de retornarla al escenario y/o exponentes que, servían de orientación a una población, siempre sedienta de líderes con dominio excepcional de los grandes temas nacionales.
La tragedia de los partidos reside en apelar a los métodos de un sentido de popularidad divorciada de la noción de compromiso e identidad, indispensable para validar la práctica política como vehículo de los verdaderos cambios. ¡Todavía, estamos a tiempo!