Cada tragedia que nos golpea, no importa si la provoca la furia homicida de la Naturaleza o, como en el caso de la explosión en una recicladora de plásticos, la humana indolencia, pone al desnudo nuestras miserias y carencias, como si se tratara de un doloroso recordatorio de que el país no anda tan bien como nos quieren hacer creer los políticos o como lo pintan las cifras macroeconómicas que tanto entusiasman a los organismos internacionales de crédito.
Era fácil adivinar que en la explosión en pleno centro de la ciudad de San Cristóbal, que provocó la muerte de al menos 33 personas, volvería a ponerse de manifiesto la falta de control y supervisión por parte de las instituciones responsables de garantizar la seguridad en las operaciones de ese tipo de empresas, los productos que utilizan y la forma en que los almacenan.
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Y aunque es necesario determinar las causas de la explosión, que según un informe preliminar publicado por El Nacional se debió a los gases acumulados en los plásticos allí almacenados, no hay ninguna garantía de que una tragedia similar no volverá a repetirse en el futuro, pues olvidamos demasiado pronto el último tropezón aunque haya sido –como en este caso– extremadamente doloroso.
Lo mismo nos pasa con las tormentas tropicales y huracanes que dada nuestra posición geográfica nos golpean de cuando en cuando, ya que seguimos siendo incapaces de prepararnos apropiadamente para sus previsibles embates, empezando por no permitir asentamientos humanos en zonas peligrosas que “construyen vulnerabilidad”.
El balance ofrecido por el COE indica que Franklin se dio a menos y q ue ni siquiera llenó las presas, pero solo porque tuvimos mucha suerte o el Señor metió su mano para evitar males mayores. Es por eso que da grima pensar que nuestras mejores armas para hacer frente a esos exabruptos de la Naturaleza con los que tenemos que convivir son la suerte y el poder de las oraciones.