Después del 14 de septiembre, cuando se instauró el gobierno provisorio restaurador, la guerra se propagó vertiginosamente a lo largo de la línea noroeste, al igual que en otras poblaciones del sur y del este del territorio.
Después del 14 de septiembre, cuando se instauró el gobierno provisorio restaurador, la guerra se propagó vertiginosamente a lo largo de la línea noroeste, al igual que en otras poblaciones del sur y del este del territorio.
Los españoles realizaron esfuerzos descomunales a fin de detener el avance de la revolución y decidieron enviar una expedición al Cibao, integrada por 6,000 soldados, con el propósito de sofocar el movimiento.
Como resultado de esa decisión, el general Pedro Santana, quien había tenido contradicciones casi irreconciliables con las principales autoridades españolas, asumió el mando de una imponente escuadra para enfrentar las fuerzas que dirigía el general restaurador, Gregorio Luperón, que marchaban hacia Santo Domingo con la misión de tomar la capital.
Para llegar a Santiago, desde la ciudad de Santo Domingo, había que desplazarse por intrincados caminos, vía Bayaguana y Monte Plata, que conducían a Cotuí, San Francisco, La Vega, Santiago y Puerto Plata.
El choque entre los revolucionarios y los realistas tuvo lugar el 30 de septiembre de 1863 en Arroyo Bermejo, Monte Plata, en donde, después de reñidos choques bélicos, ninguna de las partes pudo materializar sus planes originales: ni los españoles llegaron a Santiago, ni los restauradores tomaron la capital.
Pero el general Santana consideró esa imprevista dificultad como un revés inaceptable en su exitosa carrera militar que le habían merecido el título de “Libertador de la Patria”, razón por la cual, además de las diferencias que tenía con el alto mando realista, sabía que por decreto del gobierno restaurador había sido declarado “fuera de la ley” y acusado de alta traición a la Patria.
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Optó por retirarse al capital, acompañado de su estado mayor. Visiblemente desmoralizado y víctima de una profunda depresión, se aisló en su residencia y, al año siguiente, murió sorpresivamente, el 14 de junio de 1864.
Su inesperado deceso produjo la estampida de sus colaboradores más cercanos hacia las filas restauradoras, pues, tras la desaparición física de su principal líder, ya nada tenía que hacer del lado de los españoles.
Paralelamente, en España tuvo lugar un cambio de autoridades que tenían otra visión de la política exterior de la monarquía y al cabo de unos meses se impuso el criterio de que era necesario poner punto final a la reincorporación de Santo Domingo a la monarquía.
Los Estados Unidos, por su parte, que ya había comenzado a solucionar las pugnas internas que estuvieron a punto de dividir esa nación, también manifestó su desacuerdo con la presencia de España en Santo Domingo, argumentando que la intervención de cualquier potencia europea en el hemisferio occidental y en la región del Caribe atentaba contra sus intereses comerciales en el Caribe.
Para la época de la guerra restauradora, Santo Domingo era un país despoblado y asolado por la guerra, primero contra Haití durante 17 años, y ahora contra España, en un conflicto que duró dos años.
Su población no excedía los 250,000 habitantes, amantes de la libertad y temerosos de que se implantara la esclavitud a la manera de Cuba y Puerto Rico.
Los escasos pueblos se encontraban aislados e incomunicados, sin caminos transitables que los uniera para facilitar el comercio interno, y apenas vivían a expensas de una rudimentaria economía de exportación de tabaco, café, cacao y maderas preciosas, entre otros productos del agro.
El sistema educativo era casi inexistente y el Estado carecía de institucionalidad. Las autoridades españolas no tardaron en comprobar las dificultades económicas que se derivaban de persistir en el proyecto de anexión de un pueblo tan escasamente desarrollado, con una incipiente economía precapitalista, aun cuando todavía consideraban necesario preservar sus posesiones de Cuba y Puerto Rico.
Al cabo de dos años de hostilidades, en las que el ejército español sufrió una de las más vergonzosas derrotas de su historia militar en el Caribe, el balance para ambos países era en gran parte desalentador. Entre 1861 y 1865 más de 63,000 soldados realistas participaron en la guerra de Santo Domingo.
De esta cifra 41,000 eran peninsulares, 10,000 cubanos y puertorriqueños y 12,000 dominicanos. Las bajas del ejército español se elevaron a 18,000 peninsulares, más 5,000 cubanos, puertorriqueños y criollos. Se estima que, para España, el costo de la guerra ascendió a más de 130,000 millones de dólares.
La fiebre amarilla y otras enfermedades tropicales también diezmaron al ejército peninsular, causándoles cuantiosas pérdidas de vidas.
Por la parte dominicana se ha establecido que las bajas se elevaron a unos 6,000 muertos y 4000 heridos, lo que en gran parte obedeció al hecho de que durante el conflicto el ejército dominicano desarrolló un sistema guerra irregular o guerra de guerrillas, aplicando la tea incendiaria y la tierra arrasada, dada su inferioridad numérica y la escasa formación militar de sus soldados.
Así las cosas, el 10 de julio de 1865, tras varias semanas de negociaciones, los estrategas militares españoles y los líderes restauradores suscribieron un plan de evacuación, conocido como el Pacto del Carmelo, mediante el cual se estableció el protocolo a seguir para la desocupación del país por parte de los ibéricos que de inmediato comenzaron a retirar sus tropas.
De esta manera finalizó la guerra y se restauró la República Dominicana libre y democrática, que 21 años atrás habían creado los trinitarios. Las consecuencias de la guerra restauradora fueron diversas.
El gobierno colonial español duró cuatro años y cuatro meses, lapso en el cual hubo cuatro capitanes generales, que fueron los generales el dominicano Pedro Santana y los españoles Felipe Ribero, Carlos de Vargas y José de la Gándara. Desde el 14 de septiembre de 1863, cuando se instauró el gobierno restaurador, hasta la salida de los españoles en julio de 1865, transcurrieron dos años y dos meses.
En el decurso de ese breve período, los dominicanos si bien lograron mantener la unidad frente al enemigo común, no pudieron evitar conflictos internos en el seno de la clase gobernante criolla, motivo por el cual se sucedieron tres gobiernos: el del general José Antonio Salcedo (Pepillo), que duró desde septiembre hasta octubre, cuando fue derrocado por un golpe dirigido por Polanco y finalmente el que dirigió el general Pimentel, a partir de enero de 1865 cuando se materializó un plan urdido por él para derrocar a Polanco.
Las consecuencias de la guerra restauradora fueron diversas. Fue el conflicto social de mayor significación histórica en los anales de la República Dominicana que, al mismo tiempo, fue una guerra de liberación nacional y una guerra social en la que participaron las más puras esencias del pueblo dominicano.
Generó un movimiento de opinión de carácter eminentemente continental y sus repercusiones fueron internacionales. De ella emergió el pueblo más seguro, revestido de una inmensa fe en el porvenir, convencido de que era capaz de autogobernarse y de enfrentarse a cualquier poder de la tierra para defender su autonomía.
De la guerra restauradora también surgió una nueva generación de líderes políticos que se formaron durante la Primera República (1844-1861) y que asimilaron y defendieron las ideas liberales y nacionalistas preconizadas por los trinitarios.
Restaurada ya la República en 1865, comenzó una nueva etapa en la evolución política, económica y social del pueblo dominicano, que nunca anidó sentimientos de animadversión contra España, a pesar de lo cruel y devastadora que resultó para el país la guerra restauradora.
En este sentido, el general Gregorio Luperón, cuya espada combatió con heroísmo a las fuerzas anexionistas de Isabel II, en sus Notas Autobiográficas se expresó de la siguiente manera: “sépalo quien tenga interés en saberlo.
España no tiene hoy enemigos en las naciones que fueron sus colonias de América, sino hijos emancipados que son para los españoles verdaderos hermanos”.