Una guerra desata una serie de operativos en los que el poder (o mejor dicho con Roland Barthes, los poderes), se articula. La operatividad se da en distintos frentes. En el de lucha entre la infantería y la artillería, en la retaguardia de los ejércitos y también en el espacio del espectador inmediato, a través de una suerte de quinta columna.
Esos elementos espaciales se conforman a partir de realidades físicas y virtuales, discursos factuales y virtuales. Pero los que nos llaman la atención son los que tienen que ver con el lenguaje, en la medida en que los sujetos articulan el sistema de la lengua y crean discursos o se apropian de relatos que se dan en distintas disciplinas, como la historia, la geografía, la economía, la sociología, la política… y hasta en la cultura espiritual, como las religiones.
Uno de los elementos narrativos más coherente en sí desplazamiento en el tiempo es el del occidentalismo, que cruza toda la construcción cultural europea. Y que ha estado entrecruzado por la filosofía, la psicología y las teorías coloniales. La idea de un mundo Europeo que tiene como base la cultura occidental conforma uno de los discursos apeados por el presidente Vladimir Putin como elemento propagandístico que intenta realizar una división y apelar a un nuevo bloque de países que deben emerger en lo que la doctrina del Kremlin ha llamado el nuevo orden mundial que no debe ser unipolar.
Con esta estrategia que es más comunicacional, discursiva o propagandística, y que busca vincular la guerra a un enemigo occidental y colocar a Rusia en el eje de Oriente. Y usando las teorías desarrolladas por los descolonizadores de izquierda latinoamericana, asimilar a Europa y a Estados Unidos, por lo menos en la parte cultural. Estrategia que pretende, en fin, realizar una ruptura en la política, la economía, pero que choca con realidades que el decir por sí mismo no puede resolver.
El discurso sobre la occidentalización de la cultura aparece con el sentido de declive o el ocaso de Occidente. Es un discurso muy propio del pesimismo filosófico que instauran Nietzsche y Schopenhauer que luego aparecerá en Spengler (1918). Podríamos decir que es un discurso que nace muy cerca del ‘optimismo’ de la filosofía de la historia de Hegel y de las operaciones realizadas por los jóvenes hegelianos, como K. Marx.
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El Occidentalismo, muy bien explicado en el libro de Emilio Lamo de Espinosa (“Entre águilas y dragones, el declive de Occidente”, Espasa, 2022), mucho más que la ideología de los imperios o la súper potencias atlánticas o del Pacífico, es modo de vida creado en Grecia y ejercido en Roma, en Estados Unidos y luego en Europa en cuanto a su modernidad política. En este aspecto, el occidentalismo plantea la idea de la democracia griega, la lucha contra un Gobierno autoritario, que se presenta en Roma entre los partidarios de Pompeyo, Bruto, Casio contra César, Marco Antonio y Augusto; o entre los partidarios de Germánico y Nerón y Calígula. La lucha por un Gobierno democrático pone en escena la búsqueda de la solución a la diferencia mediante el diálogo, la paz entre los países (Kant “La paz perpetua”, 1795), la alternabilidad en el Gobierno, el ejercicio de la libertad de los individuos, los derechos humanos, el historicismo, frente al determinismo de oriente (véase la filosofía de Ortega y Gasset, “El tema de nuestro tiempo”, 2003).
Aunque la idea de Occidente no siempre es muy estimada por los grupos africanos, los indígenas y los países que han tenido que vivir cerca de potencias que han usado su espacio y los han sometido a sus intereses: pongamos por ejemplos las masas de América Latina y África o los países del este de Europa sojuzgados por el Imperio Otomano o el Imperio Austro Húngaro, o, más tarde, por el imperio zarista. Por lo que el occidentalismo es visto como una ideología de derecha. Aunque hay muchos elementos occidentales que traspasan los elementos ideológicos y cruzan a lo que podemos llamar el estilo de vida occidental.
Los anti occidentalistas no podrían nunca renegar de los derechos humanos, ni del papel de las Naciones Unidas creada por Occidente, ni de la diplomacia y el diálogo para resolver los problemas, ni de la libertad individual o la alternabilidad en el Gobierno… Y cuando lo niegan pasan a otro bando. Por lo tanto, nuestra manera de vida occidental se niega y se afirma y, como todo lo humano, vive en sus propias contradicciones.
La idea del declive de Occidente es un pensamiento pesimista, tal vez una alerta, pero no tiene fuerza por ejemplo en los países del este de Europa. Si trazamos una línea desde Moscú hasta España, y pensamos en las migraciones bárbaras (como la expansión del imperio Mongol en el siglo XIII) y las acciones y espacios gobernados por el Imperio Romano, podríamos ver a Rusia como un espacio fronterizo entre el este y el oeste, pero también vecino a los valores de la vida occidental. Rusia ha querido por el momento ser occidental, con Pedro y Catalina han tenido esa vocación hacia el oeste. Sin embargo, Putin quien despliega el relato de la gran Rusia, no quiere ser occidental.
Los miles de jóvenes que salieron de Rusia en el 2022 huyendo a la guerra hubiesen dado en España y Alemania si la Unión Europea los hubiese permitido. Es decir, ellos quieren ser occidentales: vivir en el estilo de vida creado en Occidente, del cual la cultura norteamericana desarrollada en la posguerra es uno de los elementos más visibles. La URSS no fue un proyecto anti-occidental, no solo porque Lenin llegó a Rusia en un tren alemán, sino porque el marxismo es una ideología occidental, pero una ideología crítica de lo occidental, el concepto de Utopía (Platón, Moro, Campanella) es occidental y por demás cristiano.
En la Europa del este, salida del fracasado proyecto socialista instalado con la Revolución de Octubre, la gente quiere ser europea. Ya hemos visto que ese europeísmo está a las puertas. Las repúblicas que formaban parte de la URSS se han desplazado a la Unión Europea y cada vez más Rusia y el proyecto de V. Putin se quedan más solos. Entonces lo que tenemos en el este es una frontera y un choque que no se da en la parte sustantiva, sino en elementos culturales recesivos, sobre todo en la política y el arte de la guerra, y en jugadas políticas que se enfrentan. En luchas de poderes que buscan en la actualidad dominar los espacios bélicos y la comercialización de recursos de energías fósiles.
La contradicción estriba en que Rusia es más europea de lo que los estrategas del Kremlin presentan. La literatura rusa y la música clásica rusa son muy apreciadas en Occidente y no tienen los elementos exóticos que podría tener para nosotros la música o la literatura de China, Japón y la India. No se asumen como productos de la cultura Europea. Los rusos que contribuyeron a la paz en Europa de una manera que Europa no podría nunca olvidar en la Segunda Guerra Mundial, son también parte, un tanto cruzada, occidentales por asumir la religión cristiana del Imperio Romano de Oriente y la cultura bizantina.
En fin, el occidentalismo, cuya crisis y valoración desde la perspectiva crítica está en “declive” o en su “ocaso”, no lo es del todo para los países de la antigua órbita soviética. Por eso apelan a integrarse a Europa. Pero lo que resulta más inquietante es que temen al imperio ruso, a la sombra de ese imperio, que actualmente aparece articulado, rompiendo los principios de no intervención, y rupturas de tratados y fronteras, problemas que Europa había resuelto en su territorio con la paz de Westfalia (1648) y en América con la Doctrina de Monroe (1823), sin olvidar el corolario Roosevelt (1904) y las intervenciones imperialistas en el siglo XX.