Si la literatura y la poesía han cambiado tanto, no podemos dejar de preguntarnos cuáles son las condiciones materiales y antropológicas de posibilidades de ejercicio del juicio estético en un mundo como en el que vivimos, en el que la idea tradicional de lectura resulta intensamente comprometida, cuando no abiertamente desfasada.
Una vez más, tenemos que situar como factor crucial la expansión de la técnica moderna, que, a través de dos dimensiones específicas determinan las nuevas condiciones de posibilidad del juicio estético y, a la vez, el propio mundo de la literatura en su conjunto. Me refiero a “la reproducción técnica de las obras» y al desarrollo creciente de una «esteticidad difusa y englobante», no artística, que es una de las características centrales de las sociedades de masas.
Ya en los años treinta, Walter Benjamín supo comprender que la posibilidad de reproducir técnicamente las obras no era sin más un factor meramente extensivo, cuantitativo, sino que desencadenaría una auténtica «conmoción», una revolución en profundidad de la sensibilidad.
La técnica reproductiva, -escribe Benjamín-, desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. El lector tiene, a partir de ese momento, una experiencia ya no individual, sino colectiva, filtrada, de las propuestas artísticas. Frente a las obras reproducidas, no se ve, como en el pasado, piezas únicas y originales, objetos que en su «aquí y ahora» específicos transmiten un «aura» que aproxima la experiencia estética al sentimiento religioso.
¿Cómo adoptar una actitud de «contemplación» ante propuestas estéticas que llevan la desacralización del arte al límite, como es el caso del “Ulises” de Joyce? Ante este tipo de experiencia sólo cabe la interpretación, la recepción interpretativa, o el mero rechazo como signo de impotencia. Lo más importante no es la quiebra de la antigua concepción idealista del modo pasivo de lectura, sino que la desacralización del arte establece una relación de igual a igual entre el escritor y el lector. Además, y esto es algo que cualquiera de nosotros puede hoy experimentar, la participación del lector pasa por encima del carácter estático del texto.
Este es reinventado en cada acto de lectura. Todo esto marca, desde el punto de vista del texto, una línea de independencia respecto al soporte sensible de su interpretación. Y, desde el punto de vista del público, de los receptores de las propuestas artísticas, conlleva una actitud frente a «la obra» (pretendidamente eterna e inmutable) sustituida por una actitud activa e incluso vindicativa, por parte del nuevo lector.
De ahí, por ejemplo, la actitud de rechazo frente a la escritura actual cuando ésta no se entiende, planteada como un juicio de exclusión: «esto no es arte», «eso lo puede hacer cualquiera, incluso un niño», sin advertir que el primer paso para llegar a lo específico de cualquier lenguaje artístico es eliminar los prejuicios, lo ya sabido, y dejarse impregnar por lo que la obra suscita y crea.
Incluso ahí, en esas actitudes de incomprensión y rechazo, lo que se advierte en el fondo es una voluntad de comprender y poder enjuiciar. Esta actitud conminatoria, judicialista, en materia de gusto por parte del lector de nuestro tiempo, bastante distinta de la sumisa aceptación del juicio de los expertos habitual en la tradición artística, fue también prevista, ya en sus manifestaciones iniciales por Walter Benjamín. Tendría que ver con lo que él llama «la recepción en la dispersión».
Pienso que ahora podremos comprender mejor esos dos factores aparentemente antagónicos, y sin embargo concluyentes, que caracterizan la actitud del público de masas frente a la literatura. Por un lado la «dispersión», como sucede con el lector superficial por su falta de concentración, o por el no establecimiento de un cauce realmente profundo de confrontación con la obra.
Pero, por otro lado, también una actitud de «apropiación» de cualquier propuesta artística, una superficial ausencia de complejos, expresada en las opiniones más terminantes (aprobatorias o condenatorias) y banales. La otra dimensión a la que antes me refería, la esteticidad global y difusa de nuestro mundo, implica un proceso de «estilización» de cualquier aspecto de la vida cotidiana.
Ya no hay grandes discursos del arte, ni finalidad ontológica, ni visión escatológica, ni grandes apuestas, ni sentidos profundos. Se tiene la sensación de que triunfan la arbitrariedad individual, cuchería superficial, la escalada de las superofertas, la novedad por la novedad, el espectáculo puro.
Por doquier fantasmas personales y jueguecitos inacabados sobre naderías. Considerada globalmente, la esfera artística tiende a identificarse con un orden vacío de sustancia, kitsch, manipulado, vagamente inútil, sin importancia, sin consecuencias, sin apuestas culturales importantes. En este sentido, es necesario señalarlo, el arte actual se relaciona cada vez más con el universo superficial y arbitrario de la moda, aparece como una manifestación de supermoda, de hipermoda, como ha dicho Gilles Lipovetsky.
La variedad en el interior de estas obras, un libro de cuentos o poemas, una novela, un ensayo, se dirige a satisfacer todas las aficiones y todos los gustos para poder obtener así el máximo de venta, pues esta variedad está sistematizada y homogeneizada con arreglo a normas del gusto común.
El estilo simple, claro y directo de la «adaptación» se dirige a convertir la literatura en «expresión transparente» y a conferirle una inteligibilidad inmediata. La expresión directa crea un estilo homogeneizado un estilo universal y esta universalidad arropa los más diversos contenidos y más profundamente todavía, cuando los críticos literarios dicen «el público lector», se refieren a una imagen de hombre medio resultante de unas cifras de venta.
De ahí que las estrategias de venta tienden a unificar, en cierta medida, a los diversos sectores de la crítica con el consumidor: el sector de la información y el sector de lo imaginario y lo fabuloso.
Un rasgo constitutivo de la cultura moderna que no ha hecho sino ir acentuándose con el tiempo y que ha tenido como consecuencia un desplazamiento de la experiencia literaria en sus formas tradicionales. Una alternativa que altera en profundidad las formas tradicionales de la lectura y, en consecuencia, la actitud del lector, no ya sólo frente a las experiencias estéticas, sino también frente al arte. Pero la actitud ante ello no debe ser la respuesta nostálgica, el intento imposible, condenado de antemano al fracaso, de volver a otra época, a otro tiempo, en el que la literatura dominaba sin fisuras el universo estético de nuestra cultura.
De allí la atención dirigida a la manera en que se opera el encuentro entre «el mundo del texto» y «el mundo del lector», que en palabras de Paul Ricoeur, exige, ante todo, un proceso de «actualización» a través del cual son recibidos y apropiados los textos.
Los propios escritores comprendieron muy pronto, ya en el marco de las vanguardias, (léase el “boom” latinoamericano y su receptividad en el mundo), la necesaria puesta al día, la imperiosa actualización que la literatura debía experimentar para mantener su vigor. Y, con ello, también la necesidad de establecer una nueva forma de relación con el público. Contrastes, en fin, entre las expectativas y los intereses muy diversos que los diferentes grupos de lectores depositan en la práctica de la lectura, y de las determinaciones que gobiernan esas prácticas.