La pobreza transita cada día por el movedizo territorio de la vulnerabilidad. Nada tiene solidez en la existencia de los pobres, equilibristas que se tambalean en la cuerda de la inestabilidad y de la inseguridad.
El milagro de la sobrevivencia se produce cada día en un ambiente insalubre, altamente contaminado, bajo el techo agujereado de una vivienda precaria y con frecuencia de alto riesgo.
Tan inseguras como la propia vida en el ambiente infernal en que la desigualdad convirtió el hábitat de los excluidos, son la economía barrial, la seguridad social y servicios públicos básicos, inexistentes o de alto déficit. Inciertos como la estabilidad del trabajo y del ingreso, tan exiguo que les impide acceder a una vivienda digna, a proyectos habitacionales de bajo costo.
Debido a sus características esencialmente asistenciales, la política de protección social muy poco incide en la transformación de las inhabitables barriadas. Caseríos de techo y paredes remendados en asentamientos surgidos al albur, impulsados por necesidades apremiantes, por la esperanza de mejoría que los desplaza desde las aún más empobrecidas zonas rurales.
Los barrios, de gran vulnerabilidad ambiental, entre basurales y trillos enfangados, delatan la injusticia social distributiva. Sin infraestructura formal, muchos en zonas peligrosas, márgenes de ríos y cañadas putrefactas, con un impacto devastador en la salud de sus habitantes y el medio ambiente.
El 32.2% de los hogares pobres están situados en zonas de alta vulnerabilidad frente al choque de fenómenos meteorológicos, ante los que se actúa en emergencias, frente a su inminente presencia. El drama de cada año se repitió con el reciente huracán Matthew: muertes, desborde de ríos y cañadas, derrumbes, casuchas anegadas, lo que ocurre pese a existir información georreferenciada de la ubicación del caserío en riesgo.
Su vida no se tambalea solo con tormentas y huracanes. El peligro es permanente en la casa de los pobres, acecha con el uso de velas por los prolongados apagones, causa de incendios que incineran la vivienda carbonizando niños y adultos, al igual que conexiones eléctricas ilegales, que provocan fuegos y muertes por electrocución.
En asfixiante hacinamiento. Diez o más personas se apiñan en espacios exiguos e insalubres. Son comunes los “arrimados”, dos familias que comparten la vivienda, un hijo que al formar hogar se queda con la esposa, sin que la renta de RD$3,000 o RD$5,000 mensuales en una casita o una pieza, permita hacer realidad los planes de mudarse. Llegan los hijos y no lo han logrado.
El hacinamiento sofoca con la presencia de abuelos, nietos y otros parientes con los que comparten el magro pan y el escaso espacio, el precario o inexistente sistema sanitario, a menudo colectivo, un inodoro o letrina para varias familias.
La dependencia económica de los que no trabajan o solo chiripean, se convierte en pesada carga para los que tienen empleos, generalmente en el mercado laboral informal. Cuatro, seis o más personas, niños, jóvenes y adultos, duermen en un cuartucho, a veces el único dormitorio en casas de dos piezas. La privacidad es un lujo, enfermedad, sudor, respiración, compartidos en desvencijados camastros que crujen entre ronquidos y el bullicio exterior, entre el cruce de ratas y cucarachas, empapados por la lluvia que se cuela por techos y rendijas en las paredes.
Las malas condiciones de las viviendas, muchas en estado deplorable en zonas rurales, sin letrina y con piso de tierra, tienen efectos adversos en la salud. Constituyen un caldo de cultivo para la transmisión de virus y bacterias, la incidencia de dengue, malaria, leptospirosis y otras enfermedades, como las transmitidas por falta de agua potable.
Solo 57.1% las casas dispone de tuberías aceptables para recibir agua potable, y de éstos apenas al 10% le llega regularmente, lo que ocasiona que más del 70% de las familias compre agua embotellada.
Déficit habitacional. En la zona rural y en barrios marginales de zonas urbanas, persiste un enorme déficit habitacional, que en términos cuantitativos y cualitativos se estima en dos millones de unidades, según el Observatorio de Ciudad Alternativa.
La crisis habitacional es más aguda en comunidades asentadas en las cuencas de los ríos Ozama e Isabela, donde, de acuerdo con el Observatorio, 62.2 % de las viviendas tiene deficiencia.
La Nueva Barquita es una esperanza, pero el hábitat de los pobres delata el abandono estatal durante más de medio siglo en que se fueron conformando los caseríos urbanos marginales, permitiendo que el problema alcance la magnitud actual.
El Estado no ha demostrado capacidad ni voluntad para hacer frente al déficit habitacional. Debido a la ausencia de una perspectiva de derecho y un marco jurídico claro en vivienda y asentamientos humanos, los gobiernos han pretendido paliar el problema habitacional con métodos paternalistas, centralizados y clientelistas.
Han sido incapaces de proveer soluciones equitativas y justas, favoreciendo a partidarios en los multifamiliares construidos tras brutales desalojos. Inclusive, gobiernos anteriores invirtieron montos millonarios en apartamentos dirigidos a clase media y medio-alta, cuyo destino fueron funcionarios y allegados del partido, en vez de enfocarse en los grupos más vulnerables y en las zonas de mayor concentración poblacional.
Tenencia insegura. Los fenómenos naturales, incendios y otros desastres obligan a muchas familias pobres a reconstruir sus casas una y otra vez, en tanto la inseguridad de la tenencia se erige en obstáculo para disminuir la vulnerabilidad.
Se estima que más del 50% de la población dominicana vive en terrenos sin títulos de propiedad, y que entre 55% y 65% habita viviendas construidas sin autorización.
Esa inseguridad ocasiona que estas familias vivan temerosas de ser desalojadas, lo que a muchas induce a invertir sus limitados ingresos en electrodomésticos y otros enseres, antes que en el mejoramiento de sus casas, con lo que se perpetúan las condiciones de hacinamiento y vulnerabilidad.
La situación se agrava por el desempleo y precario trabajo informal que predomina entre estos pobladores, sin recursos propios ni posibilidad de crédito para acceder a una vivienda digna.
Acceso al crédito. Urge elevar los salarios, facilitar el acceso al financiamiento y aumentar la inversión gubernamental en vivienda, replicar proyectos como la Nueva Barquita, para sacar del ambiente infernal de las barriadas a los condenados a la miseria.
Especialistas sostienen que solo una intervención integrada y sistémica de las políticas públicas en asentamientos humanos, ejecutadas con la participación de sus pobladores y que tengan como punto de partida sus necesidades multidimensionales: vivienda empleo de calidad, educación, salud, nutrición y seguridad social, transporte y espacios de recreación, constituiría la vía de inclusión social de sus habitantes.