Bajando hacia el sur y subiendo hacia el paraíso, está Barahona. Una insólita carretera nos avanza hacia el infinito y debajo el mar, de un azul intoxicante. Y los platanales.
Una playa que se llama Los Patos tiene un río que la cruza antes de llegar a la playa, única en el mundo, como única en el mundo es una calle principal que desemboca en un puerto lleno de barcos de carga, donde todos somos marineros en viaje hacia los bordes de lo conocido.
En Barahona, me contaba Jorge Pineda, había un solo contador de un solo Banco, y cientos de jóvenes que estudiaban contabilidad esperando su muerte, o su partida. En Barahona, una joven muchacha, bellísima mulata, que consiguió empleo en un Banco, logró casarse con un norteameriano que se la llevó a California, y allí abandonó lo secretarial por las luces del escenario y logró ser una farahona, y una princesa egipcia, y una Femme fatal y casarse con un bellísimo actor francés y tener una hija y olvidar que una no se seca el pelo cuando está dentro de una bañera porque entonces la envidia de todas las mujeres que quisieran ser estrellas de cine encuentra la brecha por donde colarse y ¡zas! sacar de los escenarios a la más bella dominicana de todos los tiempos.
De Barahona también fue Casandra Damirón, la más cercana versión de la Anacaona original que convenció a su esposo Caonabo para que quemara el Fuerte Navidad y acabara con la masacre colectiva de su pueblo. Aun recordamos sus merengues y la absoluta gracia de ella y sus hermanas. Una, doña Quisqueya, contaba que le pidió al “jefe” una base aérea para que llegaran hombres con quienes casarse y el jefe la complació y de ahí surgieron múltiples familias que luego se ramificaron por toda la otra Quisqueya.
Barahona es tierra de fábulas maravillosas, magia diaria asumida como cotidianidad, madres y padres que tuvieron tres pares de mellizos, gemelos multicolores, arcoíris de matices, pigmentación circundante, uno de los cuales fue Jorge. Por eso Jorge Pineda no pudo haber nacido en otro lugar que no fuese Barahona, la tierra más hermosa que ojos vieran, una paleta de colores para el ojo sensible de un muchacho a quien no se le escapaba ningún detalle y que pudo ser, como artista en ciernes, no solo lo que es: un artista plástico impecable, sino un Lorca renacentista, que conjugaba lo plástico, la poesía, la dramaturgia, el amor por los escenarios, la tarima, como un canvas donde implementar todos los elementos del arte, desde el color hasta la música.
El Jorge que conozco llegó a mi vida por Toni Capellán y Belkis Ramírez, y era el Jorge de los grabados, el dibujo exquisito, la imagen. Era uno de los principales exponentes de la generación del 80, y con él, Belkis, Toni, Pascual Mecariello, celebrábamos en el malecón no solo el oleaje y los atardeceres sino la vital fuerza del mar, la vida en toda su plenitud, con botellas de vino que nutrían nuestra euforia vital, nuestras ganas de transformar el mundo circundante.
Un día le di a leer un poemario llamado Wish-Ky Sour, o Trago Amargo, porque quería que me hiciera la portada, como las habían hecho Toni y Belkis para otros libros míos, y Jorge me dijo: este poemario tiene una estructura dramática. ¿Por qué no te animas a escribir una obra de teatro? Y ahí conocí otra faceta de Jorge Pineda, la de escenógrafo, conocedor del teatro, vía su relación con un teatrista de marras, su compañero de vida: Henry Mercedes.
Eran dos visiones: la de un artista plástico y la de un artista de la palabra. Cada uno defendiendo su territorio particular, su visión, su arquitectura del texto. Proceso rico y dialéctico, donde ambos aprendíamos el uno del otro lo que son las múltiples posibilidades de interpretación de un hecho: lo teatral, lo poético. Esa colaboración abarcó el escenario, el vestuario, donde Jorge dejaba volar su imaginación, las luces, la arquitectura (Jorge era arquitecto) el espacio, la escenografía, elementos de la magia. Y abarcó la participación en múltiples Festivales donde, ya fuera del escenario compartíamos sentimientos y risas, lágrimas.
Creo que Wish-ky Sour es la obra que más lágrimas ha provocado en todos los escenarios donde se ha presentado, con mujeres contándonos sus experiencias vitales, trayendo a sus madres, hijas, hermanas y abuelas para que ellas también narraran lo que eran sus vidas, relaciones, experiencias de pareja, sus angustias existenciales, era la maravilla del teatro haciendo su magia. Era la poesía en acción, como recomendara Borges, la conjunción de una visión.
Renacentista del arte, donde música, imagen, palabra, movimiento, se conjugaban para en una o dos horas transportar al público a tierras inexploradas de su psiquis, a espacios guardados de sus memorias, tragedias particulares, ocultas emociones, felices o tristes episodios de lo que había sido su tránsito por la vida. Y como es de esperar estos procesos implicaban también tensión y disensión, porque cada artista tiene propiedad de su imaginario y defenderlo es su vocación y praxis.
Empero donde hay cariño y admiración mutua estos episodios se asumen como propios del proceso creativo, como gajes del oficio, como algo de esperar, cuando, y vuelvo y repito, lo que norma la colaboración mutua es la admiración, la búsqueda de la belleza, lo único de la experiencia, no el pulseo por notoriedades que siempre son efímeras.
Enamorado de la belleza, Jorge la transmitía en todo, desde la forma en que ponía la mesa hasta el arreglo floral con que adornaba las esquinas minimalistas de su casa. Desde las flores que cultivaba en el techo, hasta la fruta exótica que lograba reproducir con erudito cuidado. Ese es el Jorge que habita en Miguelín, Pura, Belkys, Toni, Pascual, Lourdes, Carlotta, Karina, Quinta Pata, Rita Indiana, Elvira, Daisy, en las calles de Nueva York y sus colectivos de artistas, en París y su Montmartre, en los canales de Venecia y de Amsterdam, donde detenía a los transeúntes con su elegancia de negro caribeño, de barahonero universal. Ese es el nuestro.
Por eso celebro que su retrospectiva de maestro de la plástica dominicana se llame Joy, alegría, porque el arte es alegría creativa o no es arte y Jorge siempre lo supo y lo practicó, con esa risa franca de niño asombrado, forjado de azules y verdes barahoneros, de montañas y ríos que no respetan ni las leyes de la gravedad ni los límites establecidos entre tierra y oleaje. Entre lo posible y lo aparentemente imposible, esa dimensión donde Jorge mora y de la que nos hizo y hace privilegiadamente copartícipes.
No lloraremos y no te olvidaremos.