La poesía de José Sirís (San Francisco de Macorís, 1959) es un espacio doloroso y nostálgico. Su exploración poética va más allá de la soledad y el amor, la errancia y el olvido. Cuando uno lee estos versos sitúa las palabras en la atmósfera cotidiana en la que fue escrita. No importa el tema, que puede ser incluso el de los pretendientes de Penélope en la Odisea, o la escena de un grabado, o un acto de circo, como el equilibrista.
Uno percibe en la poesía de José Sirís que está tratando con palabras que nombran cosas, sentimientos, ideas y miradas que lo han acompañado desde niño diariamente fogón, calle, carreta, gallo, corazón, pared, mantel, sombra, penumbra, perro, gato, hormiga, equilibrista… Ellas son nuestro acontecer cotidiano, nuestra naturaleza, en la medida en que para José Sirís, lo valioso del hombre está en su capacidad de convivir cada día con sus semejantes, aunque José Sirís es un poeta desgarrado en el sentido más puro.
Sólo en la convivencia diaria se vuelven patentes o importantes los momentos únicamente humanos de pensar, rememorar, leer, narrar, monólogos y conversar. Por eso para él los poemas no son tan sólo la expresión de la complejidad de esos sentimientos y pensamientos, en apariencia sencillos, que hacen nuestra vida diaria, son también una forma de transmitir esa comunidad y comunión trascendental que es, en todo momento, la vida humana.
La forma de cantar de José Sirís, con versos muchas veces densos es tan flexible, con tanta “cantidad hechizada” de ritmo, que uno nunca la siente rígida. Al contrario, es como una melodía que te introduce en lo que está diciendo, sin que nunca te puedas despegar de las palabras, de la forma en que están dichas.
El ritmo es para José Sirís, desde mi punto de vista, una manera de entrar con su voz en una conversación que se vuelve muy íntima, pues en ella está siempre presente la conciencia de la muerte, de la finitud. La vida, aunque se disuelva en la costumbre, es un hilo único que atravesamos solos con miedo y ensimismamiento. Dice en su poema “Reverencia de nexos”:
Pasamos por viejos coladores tristemente gastados/ y por cada paso nos perdimos (…).Allí se dice la batalla del día / Comparte la gente sosiegos y aflicciones (…).
Los seres humanos somos los únicos que no nos acostumbramos realmente a ser, y cada mañana, por igual que parezca las otras, nos levantamos solos, asombrados y muchas veces con miedo de tener que seguir siendo o de morir.
Porque por más bucólica que pueda ser nuestra vida, tenemos que sostenernos en medio de lo que parece poder ser sencillamente, no teniendo nosotros esa capacidad. Cada día tenemos que volver a erguirnos sobre lo que somos, sobre nuestra propia noción de identidad temporal.
El sentimiento que anima la poesía de José Sirís es que despertamos en un mundo que tenemos que hacer nuestro en contacto con el prójimo.
Y esto se traduce en una gran dedicación a todas las aparentes minucias que nos llenan los días: un relato, una persona, un retrato… Porque la esencia de la vida está, para los seres humanos, precisamente en el hecho de prestarle esta atención desmedida al hoy, de retenerlo en la memoria. Sin esta atención se nos escapa el alma de las personas y el sentido de las cosas, nos perdemos en el transcurso.
La poesía de José Sirís refleja la vida cotidiana, tal como la vivimos para olvidarla y recobrarla. Intenta hacerlo de una manera tan fiel que vista de cerca en los poemas parece abismada en los detalles y deshilvana.
En esta poesía nos ponemos a mirar láminas de un gran álbum, que parecerían emerger de un tiempo en el que no se hubieran borrado todos los gestos y detalles minuciosos y momentáneos de la vida diaria. Entonces, los poemas nos permiten acercarnos de nuevo a mirar detenidamente, pero tal como suceden sin ninguna idea que intente explicarlas o llevarlas hasta el aquí del lector.
Allí están simplemente los ires y venires de una hormiga, el perro que acompaña al vagabundo al que todos rechazan menos él, el aroma de una caja, un libro cualquiera, los pensamientos, visiones e imaginaciones momentáneas, la ausencia de una mujer, los gatos, un niño que juega en el cantero, una reflexión sobre la muerte ante el espejo, una conversación con el buhonero, las voces de los padres y los amigos… Allí está simplemente esa vida cuya irrevocable procesión a lo largo de los días no es natural, porque nuestro mundo interior, según José Sirís, está ajustado al hoy, a vivir una cosa a la vez. Dice en su poema “Pirámides y sellos”:
Será que debo recomenzar por el olvido corregir/
dar siempre el menor de lo posible/
compartir con amigos el ópalo de la banalidad.
Es paradójico, para José Sirís, que el hombre, al igual que el resto de las criaturas, viva atenido y sostenido en su presente, y tenga a su vez una memoria y una conciencia de la muerte que le posibilitan ir más allá de esta noción del tiempo. En esto, desde mi punto de vista, consiste en él la fragilidad y la fortaleza humanas: en poder estar como él dice en su poema “Insomnio”, a sol y sombra en la palabra y la mitad del día, sin que importe dónde, cómo ni cuándo, y ver el tiempo humano desde sus ojos y entonces poder también tener asombro, amor, piedad y horror hacia nosotros mismos y nuestra extraña condición.
En estos poemas, los seres imaginarios, los objetos y las cosas viajan por las sendas del sueño, palpan la materia humana, y sus signos de vida, estableciendo una negación interior y exterior. El viaje es hacia el olvido, donde se va recordando (gestos, lugares, evocaciones), empleando un lenguaje renovador que nos hace ver con otros ojos el difícil juego de la precisión, la magia de la difícil transparencia.
Si la memoria no nos permite re-tomar algo, la memoria se vuelve, por ejemplo, nostalgia. A diferencia del recuerdo en Sirís como en Vallejo la nostalgia no es un dato; es un recuerdo meramente hecho cosa, de tal forma que nuestra única relación con el hecho nostálgico es sentir placer o displacer, repulsión o atracción, y ello solo es posible si el objeto del recuerdo se nos aparece como un dato cerrado en sí mismo, un dato cuya cerrazón lo hace precisamente “otro” y no algo que nos permite retomar otra cosa.
La distancia entre esa cerrazón y el sujeto que la experimenta (o que la construye) es lo que llamamos nostalgia. En estos casos, la memoria no aparece como dato que debe ser re-tomado para seguir, sino como cosa al final de una distancia.
Ruedan como viejos fantasmas infelices/pidiendo un poco de alcohol/ confines y nostalgias.
El poeta navega hacia el pasado porque sabe que el olvido es el abismo donde se tiene que caer inevitablemente, porque reconoce que la esencia de la nostalgia es el olvido y que el olvido es la vigilancia de la memoria, la potencia tutelar mediante la que se preserva lo oculto de las cosas como señala Maurice Blanchot.
En tal sentido, José Sirís ha sabido preservar estos rasgos escondidos en lo cotidiano y ha encontrado un enlace con el afuera. Sus poemas viajan desde el mundo interior del yo lírico hacia el contexto exterior del paisaje.
Los poemas no son sólo descripciones de lugares, sino que abren un constante diálogo con la interioridad de un ser que se siente “extranjero” adonquiera que su mirada y en sus pies lo lleven.
Confines y nostalgias (Editora Búho, 2019, segunda edición) traza una poética en movimiento en la que se engarzan lenguaje y experiencia vivida (real o ficticia) sin contraponerse.
El poeta desciende a su propio infierno que va transformándose en un choque de contrarios, y los poemas luchan por resistir las plagas del silencio y permanecer en la superficie del presente.
Estos poemas de José Sirís nos muestran un peregrinaje interior, penetrando los muros del inconsciente, y uno exterior que descubre los lugares reales e imaginarios de la tierra y la memoria, edípicos sueños de la infancia.