Sucedió que, una vez, los poetas tuvieron casa. Una morada para ellos solos, donde aposentaban, se reunían a leer versos propios, bajo patrocinio principesco, y vivían en la relativa paz que, entre ellos, el artístico oficio permite
Es acaso un bienaventurado sueño el que los poetas tuvieran casa y aun gozaran de espléndidas remuneraciones o, apenas, un cuento de imaginación oriental? No. Ni sueño ni cuento: verdad histórica, mal conocida, como todo lo que se relaciona con el apasionante y riquísimo mundo árabe del pasado. Un monje benedictino lo cuenta. Don Rafael Alocer Martínez, de la Abadía de Silos, de aquella del ciprés, “enhiesto surtidor de sombra y sueño”, estudia esa historia en un libro que no alcanzó a ver editado: ser monje en el Madrid de 1936 resultó terrible delito, que muchos quieren olvidar, como ser poeta en Granada.
Los poetas tuvieron una Casa, que era una verdadera Academia, cerrado refugio de la trabajada inspiración en que eran orfebres los escritores arábigos-andaluces. Fue abierta en Sevilla, en la segunda mitad del siglo XI, durante el reinado de los últimos Abbadíes: Al Motádid, cruel, lujurioso y fino poeta de esmerado gusto, que cincelaba una canción en loa al vino. Mientras guardaba, en un arcón, para contemplarlas, las cabezas de los príncipes a quienes había vencido, su hijo Al-Motámid (1040-1095), a quien las Crónicas nombran y mencionaba en su primera página perdida el “Poema del Cid”, rey, cuyo amor por Rumaykiyya glosa en uno de sus “enxiemplo” Don Juan Manuel, narrando cómo por complacer el femenino afán de ver nieve en primavera, floreció de albos almendros las sierras de Córdoba, y, cuando la reina, por imitación de una mujer descalza que vio desde su cámara en el río, quiso hacer adobes, colmó una albuhera o alberca con espliego, ámbar, azúcar, canela, almizcle, quebradizas canas y agua de rosas.
De este rey, dice Martín de Riquer que personifica la poesía en tres sentidos: “compuso admirables versos; su vida fue pura poesía en acción; protegió a todos los poetas de España, incluso a los de todo el Occidente musulmán. Elevado al trono de su padre, siembra de luces el Guadalquivir y llena de música los blancos palacios entre los olivos de Aljarafe. Hace capitán de sus guardias al “Halcón Gris”, un bandolero ingenioso. Conquista ciudades, se le mueren hijos, mata a hachazos a su mejor amigo por haberle engañado. Para librarse de Alfonso VI, acude a Yúsuf el Almorávide…; pero Yúsuf lo traiciona enseguida, y Motámid, rey-poeta, nuevo-David, es vencido por el Goliat africano. Encadenado en Agmat, junto al Atlas, llora hasta su muerte entre palmeras y chozas de adobes, evocando sus palacios y olivares sevillanos. Y todos los momentos de su vida se traducen en sus poemas”.
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Estos son los reyes que crean y protegen la Academia sevillana, los que dotan su casa y reservan sus tertulias de los lunes para oír de sus poetas las imágenes inauditas y para conversar con ellos. Por estos príncipes, dejan los poetas su anterior condición de simples cortesanos, destinados a enaltecer con hipérboles y monstruosas metáforas adulatorias las perpetuas virtudes celestiales de sus soberanos. Ahora son creadores, que ornan y solazan las grandes reuniones de la corte y emulan, en las íntimas sesiones semanales, bajo la mirada avizora del monarca. Su pensión y la tranquila morada en que viven les libran de otra tarea que la de consagrarse con la totalidad de su alma al arte.
Muchos eran los que a este destino académico aspiraban, pero tanta codicia iba equilibrada por el celo de los titulares que, velando por el prestigio de la Corporación, solo admitían a quienes, después de una lectura, demostraban ser maestros en un arte complicado y canónico como lo será el de los “Meistersinger” del siglo XV. Esta calidad de poeta académico se perdía por falta de probidad literaria, con la probanza de plagio por ejemplo; también su compleja naturaleza humana llevaba al rimador a aventurarse en juegos políticos, en especial si creía advertir que el poder de su protector iba mermando y comenzaba otro sol a alborear, pero, como siempre la adivinación poética lleva consigo dones de profecía en otros terrenos, el poeta, por tentar mejor suerte, perdía de la que gozaba.
Sin la protección real o la de algún magnate, la mayoría de los poetas debían ingeniarse para remediar su pobreza. Tenían dos caminos probados: o el pedigüeñismo descarnado y desvergonzado o recopilar antologías, siempre que su nombre mantuviera prestigio.
La primera vía llevaba por un atajo directo o debía intentar otro más arriesgado. El elogio abría si no el corazón, casi siempre la bolsa del poderoso. Empresa no exenta de dificultades técnicas, pues exigía originalidad y el tema estaba por demás agotado: múltiples poetas, durante algunos siglos, habían recurrido a él para sobrevivir. Además, el soberano no admitía comparaciones con sus iguales, ni que la loa dedicada a su honra fuera inferior en intensidad expresiva a la que hubiesen recibido otros monarcas.
El poeta debía imaginar las más arriesgadas metáforas para calmar la inconmensurable vanidad de su auditor y obtener beneficios que eran proporcionales a la complacencia del real personaje. Si atinaba, tenía la seguridad de recibir cien dinares en una bolsa de suave seda, porque el califa encontraba natural y justa—nunca excesiva—la alabanza de que “aunque las perlas realzan la belleza del rostro, la belleza del tuyo da realce a las perlas”; pero, si se le ocurría sostener, en breves versos, que las otras dinastías envilecían y enfermaban a los pueblos y a la de su soberano sanaba y cubría de nobleza a toda su gente; que aquellos reyes eran tierra y este, cielo; entonces, la recompensa, por la novedad de la metáfora y lo insuperable del panegírico, era de veinte mil monedas de plata o cien camellos y siete vestiduras de honor. Las monedas sonaban como sonaban los versos.
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El camino más peligroso era el de la sátira, que hasta los omnipotentes reyes temían. El poeta que se atreviera a ejercitarla debía estar lejos y sujeto a una protección tan poderosa como el poder del ofendido. Toda magnificencia de las imágenes que cantan virtudes se endurece para recargar máculas, indignidades y crímenes.
El poeta de prestigio podía dedicar su tiempo a componer, bajo el amparo de su nombre, un florilegio en el que hacía figurar a los poetas de verdadero mérito y también a todos aquellos visires y figuras de Estado que, por haber compuesto algún fragmento de prosa rimada, aspiraban a la fama y a que su nombre fuera recordado por la posteridad. En este caso, el lugar que el presunto poeta ocupa en la antología y los adjetivos que acompañarán su nombre es motivo de un largo y oriental regateo, envuelto en eufemismos e insinuaciones más o menos traslúcidas. Si le escribe frases como esta: “siendo tú, la cumbre entre los eminentes, he querido que tus palabras figuren en esta selección como la perla central de un collar” y el candidato envía, con su casida, una suma que el poeta-editor estima insuficiente, no obstante el haber sido considerado “la cumbre entre los eminentes”, es relegado a un lugar secundario o simplemente se le omite, sin derecho a reclamación y sin devolverle, por cierto, su dinero, para escarmiento de tacaños y pedigüeños, que aún anhelan regresar a la Casa del poeta.