La democracia dominicana frente al espejo (parte III)

La democracia dominicana frente al espejo (parte III)

Por GUSTAVO ALEJANDRO OLIVA ÁLVAREZ

La corrupción es un ejercicio del poder político sustentado en el favoritismo que implica un irrespeto al principio democrático de igualdad ante la ley y transgrede los estándares profesionales.

La corrupción es un obstáculo para la gobernanza democrática y el desarrollo, pues limita la capacidad de respuesta del sector público ante los problemas sociales clave que generan desigualdades socioeconómicas persistentes.

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La corrupción política como el “mal menor”

Históricamente, República Dominicana ha encabezado el ranking regional de tolerancia hacia la corrupción. De acuerdo con los resultados de la ECD, casi la mitad de los dominicanos está de acuerdo con que «se puede tolerar cierto grado de corrupción si se resuelven los problemas».

Dominicanos de acuerdo o en desacuerdo con la afirmación “se puede tolerar cierto grado de corrupción si se resuelven los problemas”, 2023, (%).

En el contexto de países en vías de desarrollo, principalmente en aquellos caracterizados por altos niveles de desigualdad y pobreza, la corrupción es concebida por la ciudadanía como un fenómeno funcional que posibilita la movilidad social ascendente mediante cauces informales. Esta visión pragmática cristaliza en normas sociales, leyes no escritas con amplia aceptación social que construyen una justificación moral de la corrupción.

El dominicano es permisivo con la corrupción política porque con la corrupción resuelve. Desde una perspectiva pragmática, entendida como mal menor o necesario, la corrupción permite a muchos dominicanos adaptarse con éxito y prosperar en un entorno inmediato donde las oportunidades son escasas.

Cuando, como sucede en República Dominicana, los valores sociales predominantes favorecen la permisividad con la corrupción, las conductas corruptas son incentivadas en los procesos de adopción de decisiones políticas. En otras palabras, cuando la sociedad tolera con la corrupción, la clase política está incentivada a relacionarse con la ciudadanía mediante intercambios corruptos que, al reportar bienestar material a ciertos individuos o comunidades, forjan vínculos políticos en el largo plazo.

Si el ciudadano es permisivo con la corrupción porque se beneficia de ella, el político es corrupto porque actuar al margen de la ley le permite ganar apoyos y conquistar lealtades entre la población.

El círculo vicioso de la corrupción

Al ser interrogados sobre la prevalencia de comportamientos corruptos dentro de distintos grupos sociales, los encuestados señalan hacia la clase política y los trabajadores del Estado como los colectivos más inclinados a la corrupción: 4 de cada 5 cree que los políticos se implican en prácticas corruptas con bastante o mucha frecuencia , 2 de cada 3 en el caso de los empleados públicos.

No obstante a esta visión de la clase política y los servidores públicos como innatamente inclinados a la corrupción, la percepción de corrupción se encuentra también generalizada entre empresarios, la gente común y los medios de comunicación. Solamente la conducta de los miembros de las organizaciones religiosas es percibida como mayoritariamente íntegra, con 53.6% de ciudadanos afirmando que la corrupción es poco o nada frecuente en las Iglesias. Para sorpresa de nadie, la fe cristiana continúa siendo el gran cohesionador social y seña de identidad de la nación.

Bajo el prisma de la acción colectiva, la elevada percepción de corrupción en República Dominicana está en el origen de un dilema que obstaculiza la transformación de las normas y prácticas sociales alrededor de lo público. En la medida que la conducta de los grupos e individuos depende de las expectativas sobre la conducta de los demás, la percepción de que la corrupción está generalizada y es transversal en casi la totalidad de los colectivos sociales crea incentivos perversos que disuaden las personas de adoptar conductas no corruptas.

Incluso para quienes condenan la corrupción y son conscientes de los beneficios para el conjunto de la sociedad que conllevaría su reducción, cuando se hallan insertos en un contexto de corrupción sistémica como el que perfila los datos de la ECD, el abandono de prácticas corruptas entraña un alto costo: renunciar y ser excluido de las recompensas particularizadas que seguirían obteniendo quienes sí despliegan conductas corruptas, hace irracional la elección de comportamientos imparciales y ecuánimes. Quien no se involucra en dinámicas de corrupción y saca ventaja de ellas, queda atrás.

Educación y empleo de calidad, vías de salida alternativas

Al margen de las también necesarias reformas institucionales, los hallazgos de la ECD nos ofrecen valiosos indicios sobre posibles mecanismos para abordar efectivamente el problema de la cultura de tolerancia hacia la corrupción.

Entre la ciudadanía sin estudios e instrucción primaria la justificación de la corrupción es mayoritaria (52.2%), siendo significativamente menor en aquellos que cursaron estudios medios y superiores (35.9%). Así mismo, la permisividad con la corrupción correlaciona débil pero significativamente y con el ingreso per cápita del hogar, de manera que los ubicados en quintiles inferiores son ligeramente más propensos a justificar la corrupción.

La modernización de la estructura social –esto es, la expansión de las clases medias–, erosiona la justificación social de la corrupción. La evidencia demuestra que un aumento significativo del nivel educativo de la población desempeña un rol crucial en la capacidad de los países para controlar la corrupción, siendo precondiciones la existencia de un sistema educativo de calidad, universal y gratuito –al menos en la fase de enseñanza obligatoria–, así como la eliminación de las barreras de acceso a las etapas voluntarias posteriores del ciclo formativo.

Junto con una mejor formación, se expanden el consumo de noticias, un conocimiento más sofisticado sobre los asuntos públicos y las demandas de rendición de cuentas hacia las autoridades políticas. En paralelo, una expectativa de mayores ingresos tiende a crecer entre la población más capacitada, desencadenando presiones favorables a un mayor grado de justicia social que, eventualmente, logran una distribución más equitativa de los recursos y atenuar las desigualdades económicas preexistentes.

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