Esta historia nuestra, lamentablemente comienza con la destrucción de un mundo. Un genocidio de la mano de un epistemicidio.
[1] El exterminio humano, corporal, físico que se combina con la destrucción cultural, espiritual, de las sabidurías ancestrales.
La colonialidad consideró a dos de las tres raíces inferiores en términos biológicos y culturales. Si este fue y es aun, en gran medida, el patrón dominante, nuestra producción histórico-cultural, ese sustrato identitario, refleja irremediablemente esa realidad.
En general, cuándo invocamos a los sujetos de nuestras “raíces” –los blancos, negros o indios–, no podemos evitar que en alguna medida el que nos oye no pueda dejar de lado una carga de ideas que la acompañan. Sobrevaloración, idolatría o positividad para los blancos, y prejuicio, estigma y depreciación para los negros o indios.
No hay forma de que, cuando hablamos de indios, pensemos en incivilizados, en atraso, en personas disminuidas. Recordemos expresiones cotidianas “tú crees que yo soy indio” o “aquí no hay indios”. Y si bien podemos admitir a lo indígena como algo nuestro, lo negro no cuesta más. No se puede evitar que cuando se menciona la palabra negro toda una avalancha de ideas negativas llegan a la mente, los negros como salvajes, violentos, brutos, sucios, etc.
Por lo que, aun, es común en nuestra sociedad esa idea de “mejorar la raza”, hay que casarse con alguien más blanco para no “dañar la raza” o, mejor dicho, para “mejorarla”.
“Raíces de la identidad dominicana” muestra cómo los amerindios y los africanos provenían de complejas y sofisticadas experiencias de poder, civilización y cultura que fueron silenciadas y sustituidas por la experiencia y los valores “occidentales”, esencialmente europeos. Ambos pueblos fueron violentamente desarraigados (aunque los indígenas no fueron trasladados a otras latitudes, sufrieron un desarraigo in situ) perdiendo casi totalmente sus formas de vida y la negación de sus saberes. Indígenas y africanos vivieron un proceso de asimilación forzada, de la mano de la racialización y la esclavitud. Es sin duda alguna el sincretismo el que ha preservado para nosotros las expresiones culturales de los sometidos.
Esta identidad nuestra está labrada sobre la base de ausencias y negaciones. Ausencia de mujeres, gentes del pueblo, negación del negro. Consciente del carácter patriarcal dominante que invisibiliza, pero también inferioriza a las mujeres, Reina hace un esfuerzo genuino por solventar el tema del predominio prácticamente absoluto del hombre en la narrativa histórica.
Los elementos que se pueden considerar constitutivos de la identidad, las experiencias que marcaron ese proceso solo nominalmente incluyen a las mujeres. Con solo ojear el libro salta a la vista el esfuerzo iconográfico. Ahí están las imágenes de las destacadas, pero también de otras que merecen más reconocimiento, caso de Aniana Vargas, o de las que han sido prácticamente olvidadas, caso de Argentina Santana (Tona).
La ausencia de mujeres en el relato histórico no se resolverá del todo hasta que la concepción histórica se mueva del relato político-cronológico, anclado en el poder, que es omnipresente, a un relato social en el que inevitablemente habrá que hablar de las mujeres.
La cultura de cada pueblo encarna el conjunto de valores con el que sus miembros se ven a sí mismos y el lugar que ocupan en el tiempo y en el espacio.
Pero cuando esa cultura destaca unos valores, unos conocimientos y unos símbolos en detrimento de otros, entonces una parte importante de los miembros de la sociedad no se pueden ver reflejados en ella. Hemos construido una identidad negadora, en cierta medida falseada.
La Historia con mayúscula debe ser entendida como un recurso, un instrumento que permite la creación de los imaginarios, la reconstrucción de la memoria y el establecimiento de consensos sobre quiénes somos, de dónde venimos y posiblemente a dónde vamos. Esa Historia debería jugar un papel en incluir a los marginados, a los de abajo, a los otros.
Reina comprende que no hay atajos, que para hablar de identidad dominicana hay que abordar el nudo gordiano que nos atormenta, hay que hablar de Haití.
El capítulo 4 trata esa tortuosa relación histórica y el proceso de construcción del antihaitianismo. Señala a la dictadura y su intelectualidad como responsable importante de una recuperación histórica que dificulta el estudio y análisis sensato de Haití, la relación histórica entre los dos países, pero también la relación futura. La herencia del trujillato ha contribuido a la exacerbación de los odios y los racismos con pura matriz colonial.
El tema de Haití trae añadido otro aspecto problemático y es el de un nacionalismo que en su afán de afincarse no lo hizo en los elementos propios, sino que se apoyó sistemáticamente en el rechazo a Haití, dándole una connotación en muchas ocasiones de carácter racista, chovinistas, intolerante y esencialista.
De esto trata el capítulo 5, donde aborda teóricamente el tema del nacionalismo, y, siguiendo a Michiel Baud, contrapone a la estrategia de etnicidad que ha predominado en nuestro país, aquella que se define en oposición a los de afuera, en nuestro caso, exclusivamente frente a Haití; una estrategia en la que la etnicidad se define hacia adentro y recupera los elementos propios, diversos y ricos dominicanos.
Se aclara que nacionalismo e identidad no son lo mismo, pero están unidos indisolublemente. En una primera instancia la identidad nutre al nacionalismo, pero luego el proceso se invierte, y es el nacionalismo el que pasa a nutrir a la identidad. Por lo que es vital cuidar el enfoque y los contenidos de ese nacionalismo que refuerza nuestra identidad.
Y es aquí donde esta obra recupera la figura de Juan Pablo Duarte como un elemento simbólico y aglutinante necesario.
Reina afinca su discurso en un Duarte que invita a construir una nación sobre la base de la justicia, la equidad y la tolerancia. Defiende una noción de identidad incluyente y abierta, en constante construcción. Ella dirá “La dominicanidad es un todo.
No es posible configurar al pueblo dominicano excluyendo una parte de ese todo”. (Cocolo Editorial, 2020, 263). Ojalá que esta obra nos ayude a vernos en nuestra gran complejidad, en nuestra gran diversidad y nos haga conscientes de los antivalores que también nos acompañan, las taras que deben ser superadas.
Reina Rosario ha logrado producir un instrumento valioso para la formación. Ella es, por sobre todas las cosas, una maestra y eso se nota a todo lo largo del trabajo. Este libro anuncia un diálogo necesario, repensarnos, valorarnos, amar nuestro recorrido histórico. Sin que eso impida cuestionar y rechazar los elementos dañinos y las acciones dolorosas que también nos han acompañado y de la que debemos asumir responsabilidad.
Termino estas palabras retomando una idea inicial, el árbol de las raíces de nuestra identidad. Ese es un árbol con muchas y diversas raíces. Raíces viejas y nuevas. Este árbol habla más del futuro que del pasado, es más una aspiración y un sueño. Sus largas y múltiples raíces deberían entretejerse libres para formar ese tronco sostén de lo que es ser dominicano.
[1] Grosfoguel, Ramón. Racismo/sexismo epistémico, universidades occidentalizadas y los cuatro genocidios/epistemicidios del largo siglo XVI. Revista Tabula rasa, Bogotá-Colombia, No. 19: 31-58, jul.-dic., 2013.