Por Fernando Valerio-Holguín
En 1952, Julio Cortázar publica el cuento “Axolotl” en la revista Buenos Aires Literaria. El mismo, cuatro años más tarde, pasaría a formar parte de la colección Final del juego (1956). En el cuento, se narra la historia de un hombre que, fascinado por los ajolotes, va todos los días al acuario del Jardín des Plantes, en París, a observarlos y termina convirtiéndose en uno de ellos. Ya en el primer párrafo del cuento, el personaje-narrador expresa: “Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl” (121). El proceso devenir-animal queda establecido a través de la progresión de los verbos. La narración primero plantea el pretérito (Hubo), luego el imperfecto (pensaba), después el imperfecto-progresivo (quedaba mirándolos) y concluye en presente (soy). Luego, si el narrador declara en el primer párrafo “Ahora soy un axolotl” (121) se supone que la historia subsiguiente será narrada por un hombre-ajolote, lo cual tiene su correlato con el final del cuento, donde el ajolote imagina al humano escribiendo un cuento sobre ellos. El narrador logra trascender la frontera del cristal de la pecera e invertir el cronotopo espacio/tiempo para lograr una transmigración a través de las miradas.
El narrador del cuento de Cortázar logra trasponer la frontera entre lo humano y lo animal y salvar el abismo de la alteridad radical, a través de la mirada. Una vez finalizado el proceso, es el hombre-ajolote, quien, dotado de una consciencia, podrá imaginar no solo al narrador humano, sino también anticipar el proceso mismo de escritura del cuento: “Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl” (130). El resultado de la transmigración es una soledad “absoluta”, que en el plano de lo imaginario se convierte en el espacio de esa transmigración, es decir, en el texto mismo que acabamos de leer.
Antes de comenzar a analizar el fenómeno de la mirada del animal, me interesa establecer algunas características del ajolote. De origen pleistocénico, el axolote es la larva de una salamandra urodela de la familia Ambystomatidae (del griego stoma, hocico; y amblys, agudo) de la cual se conocen treinta especies. La del axolote es Ambystomatidae mexicanum (Molina Vázquez 55). Mide alrededor de treinta centímetros, posee cuatro extremidades, branquias muy largas y cola fina y comprimida. En su hábitat natural puede durar hasta tres años de vida y, bajo condiciones de control de laboratorio, hasta veinticinco años. La hembra del ajolote alcanza su etapa adulta entre los doce y dieciocho meses de edad y puede depositar hasta cuatrocientos huevecillos (Molina Vázquez 57). La característica más notable del ajolote es que permanece en su estado larvario durante toda su vida (neotenia). Se le puede inducir la transformación en cautiverio y con el uso de hormonas. Actualmente, su hábitat se encuentra en los lagos de Xochimilco y Chalco-Tláhuac en el Estado de México. El ajolote es la tercera metamorfosis del dios Xólotl, quien se convirtió primero en planta de maíz, después en penca de maguey y, finalmente, en ajolote.
En su ensayo “¿Por qué mirar a los animales?”, John Berger afirma que en el primer encuentro entre un humano y un animal, los ojos de este último están atentos y cautelosos. El animal mira al humano desde el abismo de la incomprensión. El humano toma conciencia de sí mismo al devolverle la mirada al animal, que es el otro radical. Si el abismo de la alteridad entre los humanos puede ser salvado a través del lenguaje, esto así es imposible entre el humano y el animal.
En este cuento, la mirada es una de las posibilidades del animal para devenir conciencia humana. El primer encuentro del narrador humano con el ajolote es de observación. Al principio es el narrador quien mira, observa a los ajolotes (nueve en total) y luego a uno, en particular. Hacia la mitad del cuento, los ajolotes miran al narrador: “…seguían mirándome desde una profundidad insondable” (125), o desde lo que Berger denomina “el abismo de la incomprensión”. Los verbos “ver”, “mirar”, “observar”, en diferentes conjugaciones, abundan a lo largo del texto.
En los primeros párrafos del cuento, el narrador se posiciona como sujeto que observa al ajolote como objeto, en varias ocasiones a través del pronombre objeto directo posclítico: “Iba a verlos”, “Me quedé una hora mirándolos” (121). De manera tal que, al principio, el ajolote se plantea como objeto, no solo gramatical, sino también de estudio. El conocimiento científico acerca del ajolote, a través del estudio, la observación y la reflexión, forma parte del proceso de transmigración hacia el animal. Aunque el narrador realiza una investigación preliminar, en un punto la detiene y prefiere la observación empírica, el trabajo de campo del etnógrafo. A veces parecería que es el ajolote quien observa, estudia al narrador, invirtiendo así los papeles: “… infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada…” (126). También el ajolote tiene “otra manera de mirar” (125). Los descubrimientos teóricos o científicos se producen gracias a un cambio en la “manera de mirar” el objeto de estudio.
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En el cuento “Axolotl” de Julio Cortázar, hay una transición en la relación del narrador con respecto a los ajolotes. De “verlos”, que implica simplemente percibirlos con el sentido de la vista, es decir, visitarlos (ver frecuentemente), pasa a “mirarlos”. En el siglo XII, el verbo “mirar” tuvo el sentido de “admirar, asombrarse, extrañar”; y en el siglo XIII, “contemplar” (Corominas 397).
Cuando el narrador no está en el acuario, extraña los ajolotes, “piensa” en ellos, es decir, instala la imagen de la mirada de los ajolotes en la suya. Luego, el narrador confiesa que tiene una “obsesión” con los ajolotes, es decir”, una idea-imagen fija de ellos. Curiosamente, en el siglo XVI, la palabra “obsesión”, tenía el sentido de “sentarse frente a” algo o alguien. En el cuento, el narrador está “de pie”, pero “… ante el cristal” de la pecera.
El siguiente paso es la fascinación, que proviene del latín “fascinare” y que, en algún momento, significó “embrujo”. Los ajolotes han pasado de ser un objeto de estudio para convertirse en una obsesión, en un hechizo. El narrador ya no puede escapar de la mirada hechizada. De la fascinación, el narrador pasa a la “penetración” con la mirada: “tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas” (126-127). Posteriormente, un ajolote en particular lo “penetra” con la mirada, de manera que se establece una “compenetración”, y así ambos logran “penetrar en lo impenetrable de sus vidas” (126-27). Otra metáfora utilizada para esta compenetración es la devoración. El guardián del acuario le dice al narrador: “Usted se los come con los ojos” (127), pero según el narrador, “eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro” (127). A través de la devoración mutua, se realiza una transustanciación simbólica.
En el cuento, se hace referencia tanto al órgano como a la función del sentido de la vista o ambos en la misma frase: ojos y mirada: “… sus ojos veían en plena noche…” (127). Los ojos del ajolote se describen de distintas maneras: no tienen párpados, son devoradores, como discos de oro… A diferencia de la mirada “atenta y cautelosa” que plantea Berger, la mirada del ajolote es una mirada ciega, inexpresiva, penetrante, que ve en plena noche. En la misma tónica de pensamiento de Berger, Derrida plantea que, “como mirada sin fondo, como los ojos del otro, esa mirada así llamada ‘animal’ me hace ver el límite abisal de lo humano: lo inhumano o ahumano, los fines del hombre, a saber, el paso de las fronteras desde el cual el hombre se atreve a anunciarse a sí mismo, llamándose de ese modo por el nombre que cree darse” (28). Tanto Derrida como Berger y Cortázar coinciden en enfatizar el abismo de la mirada del animal, en este caso la del ajolote: “…algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos” (122) o “… seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo” (125). El abismo de la mirada une y separa al mismo tiempo al humano del animal; separa en tanto es la mirada del otro radical que lo escruta, y une, porque el humano toma conciencia de sí mismo en la mirada del animal.
En su ensayo “Miradas góticas”, Peter Schwenger analiza el drama de Mary Shelley, “Prometeo desencadenado”, y se pregunta, con respecto a las Furias que devoran a Prometeo, cómo puede haber empatía entre dos seres, sobre todo si uno de ellos es monstruoso (102). Concluye, citando a Plotino, que la empatía se encuentra en el ojo: “Porque el vidente debe aplicarse a la contemplación no sin antes haberse hecho afín y parecido al objeto de la visión. Porque jamás todavía ojo alguno habría visto el sol, si no hubiera nacido parecido al sol. Pues tampoco puede un alma ver la belleza sin haberse hecho bella” (Plotino). Prometeo siente empatía por las Furias, porque adquiere conciencia de sí mismo, ve su propia monstruosidad en la mirada de estas. Dicha mirada no está exenta de una extrañeza familiar (unheimlich). De igual modo, en el cuento de Cortázar, el narrador siente un vínculo con el ajolote, que en náhuatl significa “monstruo de las aguas”, porque ve en él su propia “monstruosidad”: soledad, vacío, sufrimiento, deseo, angustia y ansiedad.
En el cuento “Axolotl” de Julio Cortázar, a diferencia del caso de otros animales domésticos, con los que los humanos comparten un espacio biosocial, el único recurso que le queda al narrador con el ajolote es la mirada, que sustituye el lenguaje. La mirada es una conciencia sin lenguaje, entre el humano y el ajolote, es una mirada que habla, que el narrador interpreta como vocecitas que parecen decir “Sálvanos, sálvanos”; y más específicamente: “Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar” (125). Como escribiera Octavio Paz “Los ojos hablan… Las miradas piensan”.
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Todo el sufrimiento del ajolote se expresa a través de la mirada. Marie-Louise Mallet cita a Jeremy Bentham, quien se pregunta con respecto a los animales: “¿Pueden sufrir? (“Prefacio” 10). Esta pregunta desplaza el lenguaje y la razón como lo propio del humano y lleva al mismo terreno aquello que el humano y el animal comparten: el sufrimiento. Luego, en el cuento de Cortázar, el narrador se “reconoce” en el sufrimiento de la mirada del ajolote: “Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua… la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían” (128). El narrador siente (com)pasión por el sufrimiento del ajolote, lo que produce una empatía que lo llevará a transmigrar a este último. En definitiva, a compartir la misma conciencia: “Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada… En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas” (126. Mi énfasis). El narrador no solo “reconoce” el sufrimiento del ajolote, sino también la conciencia y, por tanto, la capacidad de una reflexión en “silencio”, es decir, un pensamiento sin lenguaje. El reconocimiento y la conciencia implican la construcción de una nueva (inter)subjetividad que permite la transformación del humano en animal y viceversa.
Excepto por la novedosa articulación de las miradas y la complejidad textual, la aproximación de Cortázar al animal no escapa totalmente del marco antropomórfico que han usado otros escritores. El ajolote participa, de alguna manera, de las emociones e ideas de los humanos. Sin embargo, Cortázar lograr crear una (inter)subjetividad entre el humano y el animal. Más que una metamorfosis, lo que ocurre en el cuento de Cortázar es una transmigración de la conciencia. El mismo texto da la clave cuando el narrador dice “…transmigrado a él con mi pensamiento de hombre” (129). El narrador está consciente de que, a pesar de los obstáculos que plantea la biosfera, su destino se encuentra unido al del ajolote: “…desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos” (122). Lo que une al narrador humano con el ajolote es el reconocimiento, la conciencia de que ambos pertenecen al reino animal, no vegetal o mineral, aunque los tres reinos sean interdependientes.
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El narrador comprende que está vinculado, es decir, “atado” al ajolote. El verbo mirar “vincula” al sujeto en primera persona del narrador con el ajolote como objeto directo gramatical, así como también como objeto de estudio por parte del narrador humano. Pero estas posiciones de sujeto y objeto son intercambiables a lo largo del cuento.
También plantean un reto, debido a que los espacios de enunciación son intercambiables y, por tanto, pueden estar ocupados tanto por el humano como por el animal.
La transmigración se ha consumado: “Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es solo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa” (130). El adverbio “definitivamente” marca el fin del proceso de transmigración, que es a la vez el desarrollo mismo de la narración. La afirmación identitaria en el primer párrafo “Ahora soy un Axolotl” (121) se cierra en un círculo. Al final, como en el sueño de Chuang Tzu, al final, el narrador no sabe si es un hombre que piensa como ajolote o un ajolote que piensa como un hombre.