La literatura actual, «kitsch» o de mal gusto, se ha impuesto hoy en todos los países del mundo.
Los temas de esta literatura que tomaron su forma primera en Europa occidental y en los Estados Unidos de Norteamérica, constituyen lo que aquí hemos llamado cultura de masa.
La cultura de masa posee una fuerza avasalladora extraordinaria. Es cierto que hay que tener en cuenta algunas resistencias.
Sus contenidos esenciales se refieren a necesidades privadas, afectivas (felicidad, amor), imaginarias (aventuras, libertad) o materiales (bienestar).
En tal sentido este tipo de literatura le proporciona al público una tremenda fuerza de conquista.
En cualquier parte donde esta literatura se ha impuesto, ha sido producto de la extinción de las mejores tradiciones.
Es decir, que la difusión de esa literatura no resulta únicamente de su globalización, sino que desarrolla esa misma globalización a partir de la manipulación del gusto literario, así como también despierta ciertas necesidades autodirigidas.
La relación del lector con el libro, sus valoraciones estéticas y sus preferencias sentimentales se transmiten a esa expresión inmediata de lo sentido que es la escritura.
La literatura es una especie de sismógrafo que registra las menores variaciones del estado de reposo espiritual predominante.
En la literatura, sobre todo en la narrativa actual, es donde el espíritu de la época adquiere mayor distorsión.
La literatura que utiliza como materia prima simulacros academicistas y degradados de la verdadera cultura, acoge y cultiva la sensibilidad en apariencia reivindicativa de algunos sectores marginados de la sociedad.
Ahí está la fuente de sus ganancias. 0, dicho de otro modo, esta literatura se adapta a los que ya están adaptados, y adapta a los adaptables, integrando los lectores a la vida rebelde de un universo artificial.
Ahora bien, esta rebelión no puede resistir mucho tiempo, y tiene que integrarse forzosamente a la nueva y gran capa consumidora que se adhiere al nuevo modo artístico.
Por tanto, su dialéctica circular actúa especialmente en el nivel medio de los lectores, ya que, por una parte, permite satisfacer por medio de lo imaginario las necesidades condicionadas del espíritu, pero, de rechazo, fomenta dichas necesidades orientándolas hacia la aspiración artificial y frívola.
Paralelamente, la perpetua incitación a consumir y a cambiar (publicidad, modas, bogas y olas) el perpetuo flujo de los flashes de los selfies o likes y de lo sensacional, se conjugan en un ritmo acelerado, en el cual todo se desgasta y todo se sustituye muy de prisa: novelas, cuentos, relatos, poemas. Las modas, bogas y olas llevan a cabo un vaciado completo.
Al tiempo, llamado eterno, del arte, le sucede el tiempo fulgurante del éxito y de los flashes y likes, el flujo torrencial de las reseñas periodísticas y las valoraciones desmedidas, escritas en las contraportadas de los libros.
Un presente siempre nuevo es regado por el cultivo de estos relatos. Extraño presente, porque es a la vez vivido y no vivido; es vivido mentalmente en cuanto a que los lectores sufren la repetición y la similitud de tramas, ritmos y sucesos, como espacio estancado de la imaginación.
Esta «nueva literatura» plantea un problema de fondo. No es el problema de su valor artístico, sino, la creación de nuevos valores de consumo. Esto significa que se acelera la distribución del libro por medio de un gran comercio de relaciones de compensación con el imaginario del lector.
Esa proximidad entre el polo real y el polo imaginario permite electrólisis incesantes. Lo que constituye la dinámica específica de este negocio es la orientación de una parte del consumo imaginario por medio de procesos de identificación hacia realizaciones concretas.
En las sociedades occidentales, ese desarrollo del consumo imaginario provoca un incremento de la demanda real, de las necesidades reales. Esto pone en claro un hecho fundamental: no existe un espíritu de la época, sino, que, por así decir, hay una “serie de espíritus de épocas”.
Siempre podrán distinguirse grupos totalmente diferentes con distintos ideales vitales y sociales. Con cuál de estos se relacione más estrechamente la literatura predominante dependerá de una multitud de circunstancias. El «kistch» es mecánico y opera mediante fórmulas.
El «kitsch» es una experiencia vicaria de sensaciones falseadas. El «kitsch» cambia con los estilos, pero permanece siempre igual. El «kitsch» no exige nada a sus consumidores, salvo dinero; ni siquiera les pide su tiempo.
Como es posible producirla mecánicamente, este tipo de literatura ha pasado a formar parte integrante de nuestro sistema productivo de una manera vedada para la auténtica cultura.
La literatura «kitsch» ha sido capitalizada con enormes inversiones que deben ofrecer los correspondientes beneficios: Está condenada a conservar y ampliar sus mercados.
Aunque en esencia la literatura de mal gusto es su propia vendedora, se ha creado para esta literatura un gran aparato de ventas, que presiona a todos los miembros de la sociedad.
Se montan sus trampas incluso en aquellos campos que constituyen la reserva de la verdadera cultura.
El ‘kitsch’ y el ‘camp’ son el arte y la literatura del artificio, la frivolidad y la exageración. Una tradición crítica suele también relacionarlas con la sensibilidad homosexual, asociando la identidad sexual a una estética y estableciendo, de este modo, un ghetto muy discutible en la medida en que propone una mirada esencialista. Una lectura como la de M. Calinescu establece el ‘kitsch’ como un fenómeno de la modernidad y lo opone a la vanguardia.
La oposición es frecuente y repite la de otro clásico, C. Greenberg quien, en «Vanguardia y Kitsch», enfrenta la cultura sucedánea y comercial a la cultura «genuina».
Es más, la información se reviste de elementos novelescos, a menudo inventados o imaginados por los periodistas literarios. Al contrario, en el contexto imaginario, domina especialmente un hiperrealismo asimbólico, construido por acciones e intrigas novelescas que tienen todas las apariencias de la superficie sorda de la entrega inmediata.
A la proliferación de los «relatos ridículo y cursis» viene a añadirse la importancia concedida a las estructuras de vidas narradas sin imaginación ni sesgo simbólico alguno. La prensa de este tipo de escritura abre sus columnas a estos «relatos» como figuración de unos acontecimientos que no se justifican más que por su valor espectacular.
A través de una reseña sensacionalista, a través de esas rarezas del comportamiento de la crítica, se pueden descubrir las indigencias y ausencias de rigor. Las estructuras de este panorama son recurrentes, a través de un amaneramiento propiamente afásico y grotesco.
En cierto sentido, esta situación o «suceso» resucita la ampulosidad trágica que desprecia sus límites. La presencia en forma de «sucesos», de lo horrible, de lo ilícito, del destino y de la muerte de la vida cotidiana, queda mutilada por el consumo periodístico; el suceso se consume no con arreglo al rito de un problema artístico, sino en nuestras mesas, con un mohín de fondo, raspándonos los ojos.
En un país como la República Dominicana, no basta con sentirse inclinado hacia la literatura de mal gusto, hay que sentir una auténtica pasión por ella, pues sólo esa pasión nos dará la fuerza necesaria para resistir la presión del artículo falseado que nos rodea y atrae desde el momento en que es lo bastante frívolo para tener aspecto de universalidad.