El relato del francés Dorvo Soulastre en “Viaje por tierra de Santo Domingo, Capital de la Parte Española de Santo Domingo, al Cabo Francés, Capital de la Parte francesa de la misma Isla”, que aparece en la obra de Emilio Rodríguez Demorizi, “La Era de Francia en Santo Domingo” (1955), entre las páginas 51-105, constituye otra pintura histórica de la ciudad y de la parte este de la Isla. No es muy distinto al recorrido de Weives, aunque su mirada viene del sur y se dirige al noroeste. Como el discurso de Weives, Soulastre parte ya de una idea en marcha, la cesión de la tierra que ocupan los dominicanos a la soberanía francesa. Con las mismas perspectivas del discurso de Las Casas y el de Cristóbal Colón, los escritores prerrománticos se dedican a alabar la belleza del paisaje, la fertilidad de las tierras y no dejan de ver con ojos muy eurocentristas a la gente que se encuentra por el camino. Su discurso es, sin lugar a duda, un decir que convierte al criollo en una otredad.
Encuentra Soulastre un valor explotable en la isla abandonada por España. El problema no son los ríos y las montañas, ni el paisaje, las llanuras. Ni tan siquiera los animales que creen tan hermosos como en Normandía o Suiza. Son las gentes. Coincide con Weives, los domínico-españoles son perezosos “no cultivan sino lo necesario para sus primeras necesidades y no hay más comercio que el de los ganados, criados o abandonados a ellos mismos en aquellas ricas comarcas, que ofrecen pastos tan sanos como abundantes” (53).
El relato de deseo pasa por la belleza del Valle de La Vega Real, que fuera, desde Colón y Las Casas un espacio apreciado; amado en el discurso de las crónicas y en las notas de los viajeros como Soulastre. El hato y la montería resumen nuestra actividad industrial. Es significativo que la mayor cantidad de ganado está en la cercanía con Haití y que esos hateros, como Pedro Santana, fueron los que, en su ambivalente decisión y su firme anti-haitianismo, nos dieron la independencia.
El deseo del otro se expresa en un centrismo que busca cambiarlo todo frente a una modernidad que se impone. Sintetiza Soulastre: “Puede decirse, pues, que todo aquello es una tierra virgen, ella llama a gritos la industria y la actividad francesas, las que serán abundantemente recompensadas por sus esfuerzos reunidos, para llevarlas al grado de fertilidad y rendimiento de que es susceptible” (56).
El deseo de la parte española es fundamentalmente motivado por los “males causados por diez años de convulsiones revolucionarias” en la parte francesa. La mirada de Soulastre es distinta a la de Weives, es que un huracán negro recorre el mundo Caribe. Aunque él duda que los hombres del Este, por su indolencia, que él llama innata, que vive en chozas, en cuyos ángulos “suspende una hamaca” y que usa “algunos guiñapos como vestido, con una producción muy raquítica de hortaliza y tabaco”, pueda habituarse a las faenas de la vida activa.
Sus elucidaciones sobre la conveniencia de esta parte, sobre las razones de la revolución en la otra, la hacen antes de llegar a Santo Domingo, ciudad muy recomendada por Monsieur Moreau de Saint-Méry. Pero Soulastre tiene otra mirada.
Santo Domingo, situada en una hermosa llanura y a orillas del río Ozama, presenta un aspecto “más alegre y encantador”. El cronista mira las casas: no tienen más de un piso; ve las murallas que se prolongan hasta la desembocadura del río. Cuenta las puertas, son dos defendidas por dos medialunas. Otea el castillo de Don Diego y las murallas gruesas que lo defienden. Sus observaciones se dirigen a la catedral de majestuosa arquitectura, “el altar mayor y los de las capillas son de la mayor riqueza” (61).
Pero el problema es la gente. Los habitantes de la ciudad “son perezosos”, muy perezosos. Indiferentes. Sus vestidos son sencillos: Y no falta el cuadro pintoresco: “Sus vestidos son muy sencillos: consiste en un pantalón de fustán blanco; una camisa de batista; una chaqueta blanca, adornada con dos o tres ringleras de botones de oro; una capa de paño azul con un ancho galón de oro o de plata en el cuello…un sombrero negro, rodeado de una presilla resplandeciente y adornada con un botón de oro, lo mismo que las hebillas de los zapatos” (61-62).
Los músicos de una procesión son “tres o cuatro malos tocadores de violín y de violoncelo a quienes acompañan tantos cantores que por la cara y por su voz parecen eunucos”. La procesión que encuentra al entrar a la ciudad le parece una farsa de carnaval. En su relato, lo sagrado y lo profano parecen estar colocados a la misma altura. Ve Soulastre sensualidad y blancura en la representación de la virgen y en el acto una falta de solemnidad. La virgen podría “inspirar pensamientos muy distantes del objeto de solemnidad”; las mujeres llevan velos y, algunas, aceptan ciertas galanterías de los jóvenes franceses que lo acompañan. Finalmente, apunta que Santo Domingo tiene un gran número de judíos, que han venido por la abundancia de oro. En las procesiones existe el discrimen contra estos.
La mirada de Dorvo Soulatre es de gran importancia no solo para recrear lo que fuimos como colonia, sino para entender el discurso eurocentrista que definió nuestra cultura. Muchos escritores repitieron esos discursos. Por eso se hace perentorio que lo analicemos y hagamos una desconstrucción a la luz de nuestras propias miradas. El paisaje ayudó a definir nuestra utilidad en el Diario de Colón, en las obras de Las Casas, en la mirada naturalista de Fernández de Oviedo. Más cerca en la mirada de Moreau de Saint-Méry, en Weives y en el criollo Sánchez Valverde.
¿Cómo entra la mirada eurocéntrica en los discursos de los historiadores dominicanos? Es una pregunta de investigación. Pongamos de referencia el ensayo de Joaquín Balaguer, “Colón, precursor literario”, que apareció en la “Revista Dominicana de Cultura” en el año 1955, en un momento en que se desplegaba el hispanismo de la élite empeñada en darle un nuevo rostro a la dictadura de Trujillo.
La deconstrucción del eurocentrismo se puede ver en muchos de los discursos de los historiadores de la nueva historia, pero persiste en los positivistas de antes y luego de la dictadura. Volvamos a Lugo, García Godoy, José Ramón López, y miremos las reapropiaciones de esos discursos. En los que la vagancia, la haraganería y la falta de previsión parecen darnos una ontología de la dominicanidad. Carlos Esteban Deive le ha asestado un fuerte golpe en “Los dominicanos vistos por los extranjeros” (2009), publicación de la División Cultural del Banco Central.
Sobre este autor en particular, señala Deive: “repite casi sin cambios los consabidos tópicos relativos a los hábitos de los naturales de Santo Domingo: el gusto por la hamaca, la parquedad en el vestir, el ajetreo de las mujeres mientras sus esposos duermen, la superstición, y el fanatismo religioso, el cual se manifiesta con mayor fervor en las procesiones de Semana Santa. Habiendo arribado a Santo Domingo cuatro días antes del Domingo de Ramos, Soulastre pudo presenciar el encarnizamiento de la gente contra los judíos, de los que la ciudad estaba llena” (110).