Aquello fue terrible, ser o no ser, apoyar o sucumbir. Una denuncia querella convirtió reclamos populares en acción pública.
Antes del inicio del proceso penal el descrédito de los imputados estaba asegurado. La deshonra fue construida, cada semana, en un programa transmitido a través del canal oficial.
Tribunal ad-hoc al servicio de un Torquemada redivivo, exaltado hoy por la descendencia de aquellos condenados, antes del juicio, de manera inmisericorde.
El escándalo fue mayúsculo, basta revisar las hemerotecas o hurgar en la memoria para recrear el desfile de réprobos. Las “manos limpias” convertidas en excrecencias. No hubo freno ni contención alguna.
Mañana, tarde y noche se detallaban las acciones concupiscentes: orgías, despilfarros. Aviones detenidos hasta que las amantes concluyeran sus compras en los centros comerciales de la Florida, asesinatos urdidos desde Palacio, asociación con el narcotráfico.
Cada lunes, la nación se enteraba del desastre administrativo.
Un ministro exponía los hallazgos, mientras el abogado a cargo de la persecución del expresidente Salvador Jorge Blanco y de sus acólitos, continuaba la cruzada. Hierático, juzgaba y condenaba usando la pantalla como estrado.
Además de conseguir el aplauso de la opinión pública sabía que precisaba fiscales y jueces para lograr providencias calificativas y sentencias. Advino la exaltación a las servidoras judiciales que harían el trabajo.
Las convirtieron en deidades. La extorsión fue patente y mortificante, visitas intimidatorias de madrugada, ofertas miserables usando testaferros, decisiones redactadas para que las autoridades fungieran como amanuenses de los designios ajenos al debido proceso.
Cuando ocurrió la primera disidencia, el oprobio se enredó en los piropos y vino la injuria.
Al final, con y sin descalificación, los procesos siguieron el rumbo determinado por la ley. La cobardía de algunos, la fuga de otros, la suspensión de las medidas sugeridas, determinaron el destino jurídico y político de los acusados y condenados.
La salida del país del expresidente provocó una declaración memorable de Joaquín Balaguer. Fue un mordaz arrebato institucionalista. Después del descalabro del Gobierno de las manos limpias, con un fatídico saldo de represión, crisis económica, partido dividido, agresión entre pares, el hombre había regresado triunfante al mando.
“He procedido, desde el primer momento, con absoluta imparcialidad. Si estuviera detrás del proceso hace tiempo que hubiese terminado con los acusados en La Victoria, en vez de estar en el exterior”- dijo el mandatario-.
La intención de reivindicación ética, de cese de la impunidad, quedó en la miseria de dimes y diretes. La complicidad funcionó y la amnistía también. Ha pasado el tiempo, el Ministerio Público es otro, el Poder Judicial también.
A pesar de la transformación, existe la indispensable veteranía en el Poder Judicial y en la instancia encargada de la investigación y el ejercicio de la acción pública. Su más alta representación conoce los vaivenes del elogio y las consecuencias de la fementida alabanza.
El método del inquisidor de otrora, además de la complacencia de hijos y nietos de sus víctimas, disfruta la reedición del estilo perverso, protagonizado ahora por voceros cívicos.
El tuiteo delirante de algunos, el deseo de aparentar principalía ética, la indiscreción que divulga secretos oficiales, obtenidos gracias al afecto y permiten alardes de poder y control, pueden dañar el decurso de un proceso penal de dimensiones insospechadas.
La vehemencia de esos cívicos es tan violenta como fugaz. En una ocasión auspiciaron la embestida contra las instalaciones de FUNGLODE. Sin investigación ni acusación, bautizaron el inmueble “cuerpo de delito”. Las velas que encendían se apagaron y sin explicación, el agravio quedó ahí.
La lectura del expediente con los pormenores de la “Operación Anti Pulpo” espanta a cualquiera. Contiene la acusación luego de la investigación. El largo trayecto procesal apenas comienza.
El presidente de la República ha hecho una advertencia importante: “no generemos un circo de la persecución, un espectáculo de la infamia arrastrándonos todos por el barro, porque la justicia no es venganza…” La vocería ética del cambio, sin embargo, desacata el llamado.
Su ritmo es indetenible, impaciente. Olvidan la presunción de inocencia y la necesidad de sentencias.