La candidez de los leguleyos de entonces, hoy prestantes profesionales del derecho, ocupaba el foro. Todos apostaban a que el nuevo código procesal penal, ya mayorcito, erradicaría el abuso y haría refulgir el debido proceso. Antes de su promulgación, en cada rincón, afloraba la necesidad del código que trazaría la senda del respeto a los derechos fundamentales.
Letrados de aposento que jamás se habían acercado por los pasillos de los Palacios de Justicia y conocían poco los percances del tejemaneje para decidir el destino de los prevenidos, confiaban en el código “garantista” para evitar los males. El texto, con algunos aportes criollos, era una oferta foránea para convertir el juzgamiento en una especie de reunión entre rotarios.
La normativa anterior fue demonizada con los mismos argumentos usados ahora para justificar los dislates del nuevo código penal. Con algarabía fue recibido el código procesal soñado. El fin del tránquenlo había llegado, las cárceles se aliviarían de tanto preso sin juicio ni sentencia.
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El 20.XII.2003, en este mismo espacio publiqué “La mentira del tránquenlo”, insistía que nunca, ni con el ordenamiento anterior ni con el código procesal vigente el “tránquenlo” estaba ni estaría justificado. La decisión depende de quien tenga el poder para ordenarlo y mantenerlo. “El «tránquenlo», está inscrito en el alma nacional, ha sido, es y será una flagrante violación a los derechos establecidos en la Constitución y en las leyes adjetivas. Es irresponsable celebrar su fin porque nunca ha tenido justificación. La privación de la libertad siempre ha sido excepcional y está regulada”.
Veinte años después, con el law fare en sus buenas y con una escandalosa cantidad de presos preventivos viviendo hacinados en espacios medievales, aptos para la comisión de crímenes y delitos sin consecuencias, el tránquenlo se ha convertido en grito. Es reclamo popular, solicitado y complacido.
El sadismo penal impide valorar con ecuanimidad las imputaciones que involucran personajes que jamás imaginaron que un casco ocultaría sus vergüenzas. La tinta de la operación calamar mancha demasiado y reivindica a cuatreros de cuello blanco que gracias a la temeridad procesal y para mantener el entusiasmo colectivo continúan impunes. Los chivatos coautores son enaltecidos como héroes, luego de las delaciones premiadas. El medio para conseguir la prueba se convierte en la prueba misma y el aplauso ayuda.
La nueva cruzada, conocida por el público antes de formalizarse y señalada con antelación en el Informe -EUA- sobre Derechos Humanos – asume la privación de libertad como medida de coerción insustituible. La pena anticipada como norma y con respaldo popular, es símbolo de la independencia. En “el caso más grande en la historia del país” se mencionan sospechosos habituales que saben encantar, transar y disfrutar el encierro ajeno. Contiene además la delicada inclusión de un ex candidato a la presidencia. La aplicación de la ley está en pausa sin reacción condigna. La fortaleza del caso y de la independencia, permiten revertir la presunción de inocencia en presunción de culpabilidad. Mientras, los glamorosos delatores celebran su imbatible impunidad y brindan por la salud de la PEPCA.