Dice un maestro que, en política, sólo los que han sido derrotados se ocupan y hasta se obsesionan por la Historia. Los vencedores no necesitan de ella, prescinden de usarla, y hasta les resulta una carga pesada que botan en el medio del camino. Los vencedores se ocupan del futuro.
Por eso Sebastián Piñera, en Chile, pudo aparecerse un día con su risa de mueca y decirle al país que él era un discrepante de la tiranía de Pinochet y que, en el plebiscito que se hizo para decidir sobre su continuidad, él había votado que “NO”. Es decir, la vieja bandera que izaban los demócratas convertidos en defraudadores ya no les era exclusiva, ya no podían enrostrarle ese pecado original de la derecha, ya su monopolio de manipular los dolores había terminado. Si la política se redujo al marketing, Piñera jugó el juego.
¿Habrá votado “NO” Piñera en 1988? Nadie lo sabe. El caso es que él ya no necesitaba seguir defendiendo al tirano, porque un día se dio cuenta que Pinochet sólo era una carga del pasado y que lo valioso era el modelo que instauró, con el que Piñera se hizo rico robando y estafando. Ese modelo estaba intacto y había logrado dominar el alma de la mayoría. Esa era su gran victoria. Seguir defendiendo algo molesto como aquel anciano asesino y corrupto era un gasto innecesario, por más que todos lo recordásemos en los actos de 1998 y 1999 organizados por el pinochetismo para exigir su vuelta a casa, a raíz de la prisión ordenada por el juez español Baltasar Garzón.
Así es posible también que hombres y mujeres que han engordado gracias a la concentración del poder y el dolo, o gracias a la explotación de demasiada gente, se organicen una vez al año para homenajear a Juan Bosch, a Caamaño o las Mirabal. Su reinado está garantizado, perder unas horas en un poco de relaciones públicas no está de más para complacer a quienes consideran meros nostálgicos, aferrados a lo que no triunfó. El modelo social, económico y político que los hace ricos y poderosos no está amenazado. La resistencia está neutralizada.
Así mismo es posible que en un país caribeño en 2018, llamado República Dominicana, un hombre que se ha pasado una década defendiendo la reputación del tirano más sangriento y delincuente de la Historia latinoamericana; que ha vivido de las riquezas que ese tirano, sus hijos, hijas y cómplices robaron al país, al cual explotaron y asesinaron; que nadie le conoce negocio ni actividad rentable, y que incluso ha sido denunciado por participar en fraudes al Estado dominicano, aparezca en la escena política diciendo “yo no tengo nada que ver”, “yo ni había nacido”, y se presente ofreciendo “esperanza democrática” junto con “moralidad y equidad”.
Es más, puede ser indulgente y prometer “mano dura sin dictadura”, como restregando en la cara que de su voluntad todopoderosa dependerá que a su país pueda volver o no un régimen sanguinario. Sabe lo enquistado que está el caudillismo, la frustración acumulada, la sensación de que todos engañan, la resistencia inexistente, el “luchismo” inofensivo, y que no hace falta hablar de tiranía: hace apenas unos días, dos policías dispararon a un joven en un barrio, lo encadenaron a una escalera metálica y allí lo dejaron morir. La mesa está servida.