Es poco lo que queda por decir, que no se haya dicho ya, sobre las carencias y deficiencias de la Policía Nacional, desde la ausencia de un protocolo para lidiar con los ciudadanos sin recurrir al uso excesivo de la fuerza hasta las ejecuciones extrajudiciales de supuestos delincuentes disfrazadas de intercambios de disparos.
Y a pesar de que la muerte, en Santiago, de un niño de once años alcanzado por un disparo cuando un policía forcejeaba con su padre ha reavivado las críticas y cuestionamientos a su accionar, cuando la oleada de indignación que ha provocado su muerte haya bajado, porque no hay dolor que el tiempo y los afanes de cada día no cicatricen, pocas cosas habrán cambiado en realidad. Por eso nadie puede garantizar que este triste episodio no volverá a repetirse en otro escenario, en otras circunstancias y con otras víctimas porque lamentablemente sus agentes no saben actuar de otra manera; y los hechos lo han demostrado hasta la saciedad, mientras seguimos apostando a una reforma que tomará su tiempo.
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Que el Director General de la Policía, el mayor general Eduardo Alberto Then, haya garantizado que este hecho no quedará impune es lo menos que puede esperarse que diga, desde su autoridad, ante un acto de esa naturaleza perpetrado por uno de sus subalternos.
Aunque se aprecia que se trasladara a Santiago, que visitara a los padres de la víctima para expresarles sus condolencias, y sobre todo el gesto simbólico de asumir personalmente la investigación, pues se entiende que su propósito es enviar un mensaje a la sociedad de que no se tolerarán esos excesos, dirigido también a los hombres y mujeres bajo su mando. Pero ante un hecho tan irreparable y definitivo como la muerte todo lo que haga y diga, sin importar sus buenas intenciones, resultará insuficiente, y no servirán para un consuelo.
Cuando la pesadilla que hoy viven los familiares de Donelly termine será, ciertamente, un nuevo día, pero será la misma Policía.