Manuel Valerio, poeta de aliento profundo, de una mirada que se adentra en el universo que lo rodea, traspasa las formas para encontrar y comprender el misterio oculto detrás de ellas. Nació el 8 de septiembre de 1918 en Moca y murió en plena madurez en 1978. El lugar que lo vio nacer es un pueblo de una gran tradición cultural, cuna de grandes escritores e intelectuales dominicanos. Pueblo que levanta el polvo del camino tras el paso de aquellos que no se detienen a disfrutar de sus dones. Tierra negra, fértil para el crecimiento y desarrollo de poetas.
Según Bruno Rosario Candelier (2011), Manuel Valerio formó parte de la promoción literaria que integraron Octavio Guzmán Carretero y Aída Cartagena Portalatín. Refiere que los tres se integraron al grupo de la “Poesía Sorprendida” que se inició con el Centenario de la Fundación de la República Dominicana. Estos poetas dejaron una huella permanente en nuestro imaginario junto a Franklin Mieses Burgos, Antonio Fernández Spencer, Freddy Gatón Arce, Mariano Lebrón Saviñón, el poeta chileno Alberto Baeza Flores y el pintor y escritor español Eugenio Fernández Granel. Valerio siempre fue fiel a los postulados de la “Poesia Sorprendida” al realizar una poesía nacional nutrida de lo universal que cantó al mundo misterioso del hombre, solitario e íntimo; al amor callado; a la amorosa luz en su interior; a la creación de un mundo más bello, más libre y más hondo; y a la fe invariable y sagrada por el respeto a la creación del hombre.
Todos hemos sufrido de una manera u otra, pero hay personas, hay poetas que han vivido bajo el avasallamiento de la muerte que roba el último aliento de vida. Manuel Valerio en su más tierna infancia vivió la ocupación norteamericana (1916-1924); la destrucción de San Zenón (1930), y el gran terremoto de 1946. Sobrevivió la funesta dictadura de Trujillo (1930-1961) y experimentó el terrible dolor de la muerte de su padre, asesinado por los sicarios del déspota. Por otro lado, aunque la sangrienta Segunda Guerra Mundial afectó de manera positiva la economía de nuestro país por el incremento en las exportaciones hacia los Estados Unidos, se seguían perdiendo vidas bajo el puño de la tiranía y eso lo desgarraba. A todo ello, se sumaba el hecho de que las almas sensibles de los “poetas sorprendidos” eran atormentadas por las injusticias y la violencia extrema que no distingue entre niños y viejos en las guerras de los lejanos países del norte y Europa.
La muerte dejó su huella en Manuel Valerio, lo convirtió en un hombre taciturno, enclaustrado en el silencio y volcado a la escritura. Su obra poética está repleta de palabras que hizo suyas, clave para entender su contenido: muerte, soledad, esclavitud, naufragio, tedio, muros, pozos hondos y sombra. Paradójicamente, y a pesar de la facilidad en que entraba al mundo de la oscuridad y el dolor, dejó entrever su intimidad con la naturaleza, la luz y la divinidad. Advirtamos algunas de las palabras que permiten entender este lado iluminado de su mundo: amor, árbol, fuego y agua. El bardo usa un lenguaje lleno de simbolismos y metáforas sobre el amor a todo lo viviente. Su capacidad de observación se encauza hacia una meditación con la atención centrada en los extremos de la existencia: muerte y vida, luz y oscuridad, como aquel que anda en busca del centro de todo.
Conviene subrayar que en el Canto II su obsesión por la muerte se manifiesta con unos versos bellamente tallados. Solo un gran poeta puede transmutar el horror humano en belleza. Veamos como su canto nos impacta y logra que vivamos el hecho en carne viva:
“Babel se desploma y los hombres hablan con la muerte en los labios,/ el insecto mata y la tierra mata y el sueño mata,/ porque la muerte es lenguaje que se aprende matando./ Ya no podemos enterrarnos por falta de un sitio,/ no podemos morirnos por falta de un sitio,/ no podemos vivir por falta de un sitio,/ porque el mundo se llena de cadáveres/ y la tierra se llena y los hombres llenan,/ y los tenemos en las manos y en los ojos:/ los que mis otras manos hicieron y mis otros ojos vieron,/ y no hay una puerta de escape;/ porque la tierra protesta y la vida protesta,/ y se llenan de arrugas y cadáveres la frente de los vivos (Valerio, 2011)”.
En los últimos poemas de “Coral de Sombras” ya se ha abierto una esperanza que surge de las mismas raíces de la desesperación y en el poema de corte metafísico “Estación de muerte” suplica que le sean revelados los secretos de la existencia.
Revélame la luz, revélame el secreto de la noche/ de los serenos árboles con su hermana sombra./ Revélame el misterio de las cosas,/ para ser a semejanzas del misterio que te envuelve,/ del amor que te rodea,/ de la luz que te rodea; con esta muerte tuya en esta esencia tuya./ Revélame la lluvia que hace de los frutos cosa dulce y deleitosa./ Revélame este ser que yo poseo con la forma tuya, con el soplo tuyo (Valerio, 2011, p. 168)
En Manuel Valerio la intuición vive despierta hasta el insomnio que provoca la angustia existencial. Es un poeta cuyo dolor se asemeja a los de los incomprendidos poetas malditos, los franceses Baudelaire, Rimbaud, Verlaine y Mallarmé… sobre ello, el profesor Julio Cuevas afirma que el poeta retoma las interrogantes de los existencialistas y, desde una tonalidad cargada de profunda filosofía mística, escribe (Cuevas 2018).
Las categorías fundacionales principales de la imaginación poética occidental se derivan en gran parte de la herencia metafísica de Platón y Aristóteles y la herencia teológica de la Biblia. Como bien nos muestran los siguientes versos del poema “Testamento de una voz solitaria”:
Yo no tengo, Señor, más que un vocablo amargo para elevar preguntas/ Y una raíz amarga que se prolonga con mi sombra hacia la muerte/ hacia esa muerte que es tuya y que ahora comparto […] / Es gozosa la soledad que tengo para colmarme de las cosas en la simple voluntad de poseerlo todo; el universo con sus mares, con sus grandes mentiras y sus grandes pasiones. / Y el deleite de ser lo que nadie pronuncia es mi deleite así como el eterno deleite del solitario. /Todas estas cosas tengo, Señor, todas estas cosas que me hacen solitario son de mis deleites (Valerio, 2011).
La voz del artífice de versos se levanta para testificar aquello que deleita su soledad. Sí, porque solo el poeta en su ensimismamiento y en su contacto con la naturaleza, haciéndose uno con la cosa puede hacerse uno con el mundo. Nuestro poeta tiene la habilidad de evocar los objetos ausentes, construir formas y figuras, fascinarse con las ilusiones mezclando lo real con lo irreal.
El genio artístico de Manuel Valerio reconoce la unidad, tanto de su imaginación inconsciente como la de la consciente y es ese el placer que resulta de la composición y apreciación del arte poético, dado la experiencia de la armonía entre la creación oculta y la expuesta. El poeta no solo interpreta el diseño creativo del mundo, sino que se une a la creación del mismo y libremente extiende sus horizontes de aplicación.
Valerio, con su alta facultad de representación, reproduce imágenes de una realidad preexistente, pero con una fuerza creativa notable sus metáforas reclaman un estatus original. Reparemos en algunos versos aislados: “El aire pesa menos en tu ausencia”; “Detrás de aquellos muros, solo un pozo hondo”; “Sin más acontecimientos que este designio de días habitables”; “Alguien edificó el silencio que se agrieta en aquellas rocas”; “Hay un llanto ahora en otra parte del mundo, para que el luto sea eterno”. Son metáforas hermosas que no son usadas en la vida cotidiana, pero que expresan emociones y sentimientos universales.
Manuel Valerio redefine su identidad a través de sus versos no como una identidad univoca (que no cambia) sino como una identidad poética a la que el filósofo francés Paul Ricoeur llamó la “mutabilidad histórica”, es decir, la que cambia en el tiempo y resulta parte integral del autoconocimiento. Y es que en el proceso creativo el término o la idea buscada pueden únicamente ser definido por medio de la búsqueda del sí mismo. Ese sí mismo que resulta ser el origen de todo pensamiento y representación propia del poder del hombre de crear imágenes y a través de ellas, como bien decía el filósofo alemán Friedrich Schelling, poemas y universos.