La palabra poética como energía espiritual

La palabra poética como energía espiritual

Isaiah Berlin

Reflexionar sobre la palabra poética nos conduce a revisar necesariamente un concepto del hombre y una idea del lenguaje. Nuestras apreciaciones pueden variar enormemente si consideramos al hombre como inteligencia mecánica, como un simple animal evolucionado, o como un sujeto dotado de conciencia y tensionado hacia su más alta posibilidad, la realización del sujeto trascendente. Novalis decía que esta realización era la tarea más elevada del poeta. Vale decir que para nosotros la poesía, antes de ser expresión, es una dinámica espiritual, una experiencia.

Por otra parte el lenguaje, que la teoría positivista ha cosificado hasta presentarlo como mero signo, objetalmente considerado—tal como legítimamente pretendía Ferdinand de Saussure para sistematizar su estudio científico—es para una concepción trascendente del hombre algo mucho más importante, profundo y constitutivo de lo humano: se trata de una energía espiritual que tiene la cualidad de encarnarse en el hecho expresivo, a través de la palabra proferida, por medio del aliento que pone en movimiento una zona de nuestra corporalidad preparada para ello. Sin el mundo interior que lo colma este sería tan solo un hecho físico, y podría tratarse de un signo convencional como el llamado de un pájaro u otros gritos de los animales. Pero tratándose del lenguaje humano, y por lo tanto del lenguaje, ni la sola sonoridad ni el puro mundo de las imágenes e ideas que conforman la psiquis pueden concebirse aisladamente. Mundo interior y palabra proferida forman una unidad en el acto de habla, ese acto que constituye al hombre en su plenitud.

El hombre es el ser que habla. Y esto comporta algo más: el hombre es el ser que escucha. Hablar y escuchar como actos no meramente físicos ni sígnicos, sino como operaciones que van conformando la conciencia humana, van señalando al hombre su destino, una realización. A quien asume plenamente ese destino de escuchar y hablar lo llamamos poeta.

Experiencia y lenguaje de la poesía son inseparables. Tanto el sonido como el sentido de la palabra—ya veremos que el sonido es en la poesía también sentido—son llevados en la experiencia poética y en su expresión, a su más alta potencialidad. El aspecto fónico se vuelve arrebatador y sugerente, arrastra al poeta y a sus oyentes a un estado de encantamiento. Por cierto, estamos hablando de la poesía dicha en voz alta, como lo ha sido en los tiempos arcaicos de la cultura, y como lo sigue siendo en parte para la cultura popular. Pero la poesía moderna, escrita y leída solitariamente, no por ello escapa de estas condiciones que siguen dándose en mayor o menor grado: el poeta vive la sonoridad de su palabra antes aún de anunciada, ya que existe a nuestro juicio—con poetas modernos tan eminentes como Saint John Perse—el estado poético como “estado de canto” (del que se aparta, pero nunca del todo, la reflexividad poética que prevalece en tiempos actuales). Platón decía en su dialogo “Republica” que los poetas, cuando escriben, no están en sus cabales: ellos son como los coribantes, que danzan y se entregan al frenesí dionisiaco. Por esto los exiliaba de su republica ideal, por no confiables.

Reconociendo que también existe una poesía discursiva y reflexiva, que alcanza otro género de expresión sensible, deberemos reconocer que no es esta la que puede generarse en el estado de canto, ni comunicarse por vías de encantamiento, magia o poder. Se trata en cambio de la puesta en marcha de energías vitales profundas, que movilizan una expresión musical. Musical llamaron los griegos a todo lo que pertenecía al dominio de las musas. Musical significaba, para el mundo antiguo, divino, espiritual, mágico.
La palabra poética, como sabemos, tiende a formar unidades rítmicas y melódicas a las que damos el nombre de versos. “Verso” quiere decir lo que vuelve, lo que se repite, y efectivamente los versos forman tiradas de diversas extensión. Las características de color y timbre de las vocales, la disposición de los acentos, la cantidad de las sílabas, son elementos de la esfera sonora que generan sugestión, encantamiento, magia. Desde cierto punto de vista, la poesía ha pertenecido, y sigue perteneciendo en muchas expresiones, a las artes musicales.

El ritmo es esencial en este campo. Ritmo es periodicidad temporal que percibimos con agrado, que moviliza nuestro ser con un lenguaje menos racional pero no menos significativo que la palabra. (Los formalistas negaron significación al ritmo, con lo cual la negaban también a la música). Para Platón la música era, en cambio, una parte de la filosofía.

Se atribuye a Pitágoras, gran iniciado de todos los tiempos, el haber descubierto las leyes numéricas de la armonía. A partir de sus enseñanzas, para los griegos y latinos, y su descendencia moderna, la poesía fue un arte que reclamaba estudio de las leyes de la composición, y el conocimiento de los misterios religiosos. Así lo ha estudiado Isaiah Berlin para la generación de los románticos y simbolistas, y lo asienta Lezama en su poética.

¿Por qué nos encanta ese verso rítmico, que instala en nosotros un ritmo interior, haciéndonos participar de su impulso generador? ¿Por qué nos atrae una ordenación que suspende el desorden histórico? Fray Luis de León decía, pitagóricamente, que el alma, por estar compuesta de números concordes, llega a conciliar con la armonía cósmica.

Paul Claudel habló del ritmo del corazón, ese yambo básico que es uno de los ritmos ineludibles de nuestra corporalidad. Cierta excitación motora del poeta crea otros ritmos, los varía y los recupera en un impulso acompasado en que se expresan sus pulsiones más íntimas. No lo comprenderá así el racionalista, el hombre encerrado en el prejuicio de la ciencia positiva, ni el crítico provisto de instrumentos puramente científicos.

El poema musical es catártico; es danza, movilización de la energía espiritual. Pero, para referirnos a la energía espiritual, podemos hablar igualmente de la metáfora, cuyo proceso se funda consciente o inconscientemente en las leyes de la analogía universal. La metáfora es filosofía, sabiduría, o búsqueda de ella.

Lezama Lima distingue entre juego metafórico e imagen. La metáfora se dirige hacia la creación de la imagen que verdaderamente “dice” en el poema. En su dinámica peculiar, la poesía multiplica metáforas como procedimiento de tanteo, hasta que da con la imagen buscada, aquella que revela el ser. Ello produce un gozo, tanto en el creador como en su lector u oyente, conducido por la misma tensión hacia el crecimiento interior.

Poetizar no es entretener ni divertir, sino fundamentalmente movilizar, revelar, descubrir, y también operar, conjurar, sanar o hacer maleficio. La palabra misma ha revelado un especial poder que modifica al sujeto y a su entorno. La poesía no es un mero juego sino un juego grave y significante; creo en su posibilidad mágica, transformadora, operante, en su valor de aventura y riesgo.

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