Célebre es la anécdota que Plutarco cuenta sobre Platón. El filósofo viajó a la corte de Dionisio, el tirano de Siracusa, para intentar convencerlo de las virtudes de la República. Cuando Dionisio escuchó a Platón hablar de lo cobardes e infelices que eran los tiranos y vio como sus cortesanos asentían con la cabeza tras las expresiones del filósofo, perdió la paciencia y le preguntó qué buscaba con su viaje a Sicilia. Platón respondió que estaba en busca de un hombre de bien, a lo que Dionisio respondió: “¡Por los dioses que parece que todavía no lo has encontrado!”. Posteriormente, Dionisio metió a Platón en un barco, con órdenes de matarlo o venderlo como esclavo.
Para Michel Foucault, lo que está en juego en ese diálogo es lo que en la Grecia clásica se conocía como “parresía”, el “hablar con franqueza”, de manera libre y diciendo la verdad, asumiendo todos los riesgos que ello implica. Originalmente, la palabra tiene un sentido notoriamente político, popular y democrático, en la medida en que está relacionada con el derecho a tomar la palabra propio de los ciudadanos reunidos en la asamblea y que tienen la prerrogativa de participar en los asuntos públicos. Asimismo, designa a la persona que alza la voz ante la palabra de quién, ocupando una posición de autoridad, afirma algo que es considerado falso, erróneo, una mentira.
El parresiasta, de acuerdo con Foucault, al decir una verdad incómoda, “afronta el poder, se opone a la mayoría o a la opinión pública” y puede, en regímenes democráticos, perder amigos, ser marginado o estigmatizado, y, en dictaduras, hasta la vida suya o la de su familia.
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Foucault, sin embargo, enfatiza la parresía filosófica, una parresía en el marco del individualismo que, como bien sostiene David Hernández Castro, “se articuló a partir de Platón, y que, en realidad, nació como un intento de los críticos de la democracia de resignificar el concepto político de parresía”, cuando, en verdad, la parresía democrática está ligada a la dignidad ciudadana del pueblo. Según Hernández Castro, “la parresía, si mantenemos las coordenadas de Foucault, era en realidad ‘una palabra de abajo’, y más concretamente, la dignidad de la palabra de los de abajo, es decir, del pueblo”.
Judith Butler, en su libro Sin miedo, estudiando en particular las formas de resistencia de las poblaciones migrantes al desconocimiento de sus derechos, la violencia y la injusticia sistemáticas, pero con aplicación a cualquier grupo social estigmatizado, reconecta la parresía con su original sentido popular y democrático, yendo, en palabras de Xisca Omar, “más allá de la valentía como virtud individual y del discurso como expresión del individuo”, tal como quedan expuestos por Foucault.
Concibe Butler al “discurso valiente” como la obra de múltiples voces y movimientos sociales, titulares de derechos y activistas, que, aún no sean tan capaces de asumir valientemente por sí solos los riesgos y costos de la veridicción, juntos, en “redes de solidaridad”, sí pueden atreverse a decirle la verdad al poder que arranca derechos, principalmente el “derecho a tener derechos” (Hannah Arendt), a sabiendas, eso sí, de que, como afirma Butler, “para las personas que carecen de papeles o que cuentan con permisos fácilmente revocables, las consecuencias de hablar pueden ser la detención o la deportación”.