La relación de las religiones con la política tiene una larga historia. Sin irnos más atrás, en la Edad Media, las religiones eran parte integral del Estado y beneficiarias de las conquistas territoriales. Así, durante la colonización, las monarquías y las religiones (católica y protestante) fueron de la mano (visite usted la Ciudad Colonial de Santo Domingo y verá los rastros).
La descolonización del siglo XIX debilitó esa relación, pero no la terminó. Las iglesias se acoplaron a los poderes criollos de las excolonias (con frecuencia dictatoriales), y mantuvieron su influencia.
Para la Iglesia católica, ese arreglo permaneció casi intacto hasta el Concilio Vaticano II a principios de la década de 1960. Ahí surgió una nueva doctrina cuestionadora del poder oligárquico y a favor de los pobres excluidos: la llamada Teología de la Liberación.
En los años de 1960 y 1970 proliferaron en América Latina las comunidades de base católicas donde se animaba esa doctrina que alimentaba movimientos sociales a favor de la justicia social.
Concomitantemente, en Estados Unidos, las iglesias evangélicas negras fueron apoyo del movimiento por los derechos civiles. Los pastores negros movilizaban y los templos eran lugares de congregación religiosa y política en pro de la desegregación racial.
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Al llegar al papado católico en 1978, Juan Pablo II se propuso debilitar la Teología de la Liberación, nombrando por doquier obispos y cardenales conservadores (lo que continuó Benedicto XVI), y enfatizando temas de moralidad sexual, aún en medio de grandes escándalos mundiales de pederastia sacerdotal.
En Estados Unidos, las iglesias evangélicas blancas también encontraron su manera de politizarse.
A fines de la década de 1970 se aliaron al Partido Republicano para aportarle votantes a cambio de censurar los nuevos derechos reproductivos y sexuales, como el aborto y la vida homosexual fuera del closet; temas que usan para aglutinar y agitar su feligresía lejos de la justicia social.
A ese movimiento conservador del evangelismo blanco se unió la Iglesia católica, sobre todo, cuando las iglesias evangélicas conservadoras de Estados Unidos se propagaron por América Latina y el Caribe en los años de 1980 y 1990.
Para principios de este siglo, las iglesias asumieron al unísono una agenda política contra los derechos de autonomía personal, vistos como pecaminosos y delincuenciales.
El derecho al aborto, aún en situaciones de riesgo de vida para la madre o violación, se declaró pecado y crimen; igual el matrimonio entre personas del mismo sexo (aunque hace unos días, para aflojar la tuerca, el papa Francisco dijo que la homosexualidad no es un delito, sí un pecado).
Así, por varias décadas, en vez de luchar intensamente a favor de los pobres – por mejores salarios, educación, salud o vivienda – las jerarquías de las iglesias se enfocan en presionar gobiernos para que restrinjan derechos reproductivos y sexuales.
Dejados a su suerte por la mayoría de los partidos políticos, el Estado y las iglesias, los pobres perdieron vigencia en la agenda pública. Quien no prospera es por su culpa, nos dice el individualismo económico reinante del que son cómplices las iglesias en su conservadurismo.