Por Magdalena Lizardo E.
Grupo de Consultoría Pareto/INTEC
Quienes tienen más de 30 años recordarán al personaje Tarzán, protagonista de la novela de Edgar Rice Burrooughs que sirvió como inspiración a más de 90 películas y tiras cómicas a lo largo de casi un siglo. Tarzán, un hombre criado por simios en la selva africana, se destacaba por su destreza para desplazarse ágilmente en la jungla, enfrentarse a sus peligros y adaptarse al entorno. A gran velocidad, se movía de un lugar a otro de liana en liana, evitando obstáculos y animales peligrosos.
El método de desplazamiento de Tarzán conllevaba siempre un alto riesgo. Existía el peligro de una caída fatal si una liana se rompía con el peso, o si un error de cálculo impedía alcanzar la liana adecuada, o si las condiciones del clima hacían que las lianas estuvieran resbaladizas. La imagen de Tarzán y sus aventuras selváticas ilustran un mensaje poderoso sobre la actitud ante los cambios. Cada salto representa una oportunidad para avanzar, pero también se requiere habilidad y prudencia para evitar las caídas. Cada momento es una combinación de oportunidad y riesgo.
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El presidente Abinader ha presentado una propuesta de reestructuración, racionalización y eliminación de duplicidades en la administración pública. Bajo el lema de menos gasto, más eficiencia, la reforma procura lograr una administración más eficiente, coherente y alineada con las prioridades del Gobierno. Si bien algunos de los cambios propuestos pueden ser aceptados sin mayor necesidad de argumentación, algunas de las propuestas de fusiones requieren una explicación más detallada sobre el alcance y la naturaleza de los cambios. Dado que “el diablo está en los detalles”, existe la preocupación sobre qué tanto se han considerado los riesgos asociados a estas decisiones y en qué medida se tomarán las previsiones necesarias para mitigarlos en los nuevos textos legales que definirán las funciones y estructuras administrativas de los nuevos ministerios resultantes de las fusiones.
Una de las propuestas de fusión, la unificación del MINERD y el MESCYT, ha concitado una atención especial por sus implicaciones sobre un ámbito de vital importancia. La propuesta se presenta en un momento en que han pasado dos decenios desde que se creó la Ley 139-01 creó el Sistema Nacional de Educación Superior, Ciencia y Tecnología. Por tanto, no faltan razones para hacer ajustes en el marco legal que rige la provisión y regulación de los servicios educativos en todos los niveles educativos, con el objetivo de alcanzar mayor articulación y coherencia en la implementación de la política educativa.
Pero existe la preocupación de que, con la fusión, el MESCYT sea arrastrado a la dinámica del MINERD, que en su estado actual enfrenta el doble desafío de mejorar la calidad educativa y expandir la cobertura de los niveles de educación inicial y secundaria. Por sí mismo, este reto resulta abrumador, dada la tarea de gestionar una organización con más de 147 mil docentes y 101 mil empleados administrativos, en un contexto donde prevalecen altos niveles de conflictividad con el sindicato de maestros y donde la descentralización eficaz aún es una tarea pendiente.
Uno de los argumentos presentados para justificar la fusión ha sido que el MINERD no tiene suficiente capacidad de ejecución del presupuesto de 4% del PIB, dado que solo en 2020 logró una ejecución equivalente a dicho porcentaje. Sin embargo, un análisis de los datos cuenta una historia más compleja.
En primer lugar, la propia asignación de recursos consignados en las leyes de presupuesto ha sido usualmente inferior, aunque muy cercana, al 4% del PIB estimado para cada año, y solo en 2023 fue exactamente equivalente a dicho porcentaje. Eso de por si es una primera causa de brecha con respecto a la ejecución esperada de 4% del PIB, al margen de la capacidad de ejecución del MINERD. Además, no todo el gasto asignado a MINERD se clasifica bajo la función educación, pues una parte no depreciable de recursos se clasifica como parte del gasto en protección social.
Lo que hace que la relación entre gasto y PIB consignada en el presupuesto anual sea superior a la observada en la ejecución. En tercer lugar, en varios años se ha aprobado presupuestos complementarios que han reducido las apropiaciones originalmente asignadas al MINERD. Esa brecha es particularmente notable en 2021 y 2022, lo que deja abierta una duda de si es un reflejo de incapacidad de ejecución, o de deficiencias en la programación de las autorizaciones de gastos a lo largo del año, o simplemente redefinición de prioridades. En adición a todo lo anterior, un cuarto aspecto es ciertamente la presencia de debilidades en la ejecución presupuestaria del gasto de capital por parte del MINERD. Los porcentajes de subejecución del presupuesto de capital durante el periodo 2014-2023 fluctuaron entre -9.5% y -50.8%.
En balance, las evidencias no soportan inequívocamente la idea de que el MINERD no tenga la capacidad de ejecución requerida. Aun si lo fuera, ¿debería esto llevarnos a considerar que el presupuesto del 4% del PIB para la educación preuniversitaria es “demasiado amplio” (para repetir una expresión que ha sido usada al respecto), o debería motivarnos a introducir los cambios necesarios para que MINERD adquiera las capacidades que se requieren, sin necesidad de hacerle cargar con las tareas de otro ministerio?
En consecuencia, plantear la discusión como respuesta a un problema de capacidad de ejecución tiene poco sentido, y debería plantearse en otros términos. ¿Servirá la fusión para mejorar la calidad educativa? ¿Mejorará el funcionamiento de las entidades? Una tarea obligada también es indagar cuál es el financiamiento que se requiere para que el país logre, en un horizonte razonable, que toda su población joven complete una educación secundaria de calidad, tomando en cuenta la urgencia de elevar las tasas de cobertura de la educación inicial y de la educación secundaria que se situaron en 31% y 69% en 2023, respectivamente.
Sabemos que estamos compelidos a introducir cambios sustantivos en la forma en que el sector público presta el servicio educativo, con el fin de generar mejoras significativas en el desempeño docente, la gobernanza entre los actores del sistema y la gestión de los procesos pedagógicos y administrativos. En estos momentos, el tema de financiamiento a la educación preuniversitaria no puede crear un ruido innecesario que desvíe la atención de la prioridad de aumentar la cobertura y calidad educativa. La experiencia de los países de la región que exhiben el mejor desempeño en materia educativa puede ser ilustrativa. Chile, Uruguay y Costa Rica invirtieron 5.0%, 4.5% y 6.3% del PIB en educación en 2021, respectivamente. En ese año, el gasto público total en educación de nuestro país solo alcanzó alrededor de 3.6% del PIB, incluyendo una parte destinada a educación superior y formación y capacitación para el trabajo. Por cierto, de los tres países citados, Costa Rica es nuestro principal competidor por la atracción de inversión extranjera.
Si la fusión entre el MINERD y el MESCYT busca, como ha señalado el Gobierno, integrar y fortalecer el sistema educativo y mejorar la política y la calidad educativa, la discusión debería incluir otros actores, como el sistema de formación y capacitación para el trabajo. De lo contrario, el sistema educativo seguirá padeciendo de una visión, gobernanza, políticas, instrumentos y prácticas fragmentadas, lo que afectará la función que está llamado a desempeñar.
Finalmente, volvamos a la metáfora de Tarzán: el avance requiere tanto valentía como prudencia. Para cruzar los retos de un cambio en la administración pública, debemos estar dispuestos a tomar riesgos, pero hacerlo de manera inteligente, calculada, observando el terreno y asegurándonos de que el próximo paso nos llevará más lejos. La clave está en encontrar el equilibrio entre el impulso hacia adelante y la sabiduría para no retroceder o caer en el vacío.