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Después de las guerras independentistas, libradas por los pueblos latinoamericanos desde principios del siglo 19 en adelante, afloraron toda una serie de desavenencias y pugnas entre conservadores y liberales por el dominio de las universidades, no encontrándose otra solución a las mismas que no fuera la sustitución del antiguo modelo de universidad colonial por uno importado: el modelo napoleónico.
Aunque todo esto se hiciera muy a tono con las circunstancias del momento dentro de las cuales se consideraba como bueno y válido todo lo que proviniera de Francia, “la adopción de este esquema, producto de circunstancias socio-económicas y políticas muy distintas de las que caracterizaban a las naciones y sociedades nacionales latinoamericanas, no podía redundar sino en perjuicio para el progreso de la ciencia y la cultura de estas latitudes” (Carlos Tünnermann, La Educación Superior en el Umbral del Siglo XXI, Ediciones CRESALC UNESCO, 1996).
La Universidad francesa experimentó cambios muy profundos bajo la égida de Napoleón y los ideales educativos politécnicos que éste propiciaba. ¿Cuáles características hacían que el modelo napoleónico de universidad fuera algo muy distinto a lo que por universidad se entendía? En primer término, porque dicho modelo no pasó de ser una agencia coordinadora de facultades aisladas; y, en segundo término, porque el mismo hacía más difícil el arraigo de las ciencias experimentales. Dicho modelo ofrecía oportunidades para estudiar una serie de carreras técnicas que seguramente la América española necesitaba pero no contemplaba la posibilidad de cultivar las ciencias en sí mismas, al margen de sus aplicaciones inmediatas. Tampoco logró ampliar la base social de la matrícula estudiantil que continuó siendo representativa de las clases dominantes,
A comienzos del siglo 20, el Movimiento de Reforma de Córdoba denunció con vigor desenfrenado el carácter aristocrático de la Universidad surgida en la América española del injerto napoleónico. Si bien es cierto que a los primeros egresados de universidades como ésas les correspondió la difícil y delicada tarea de completar la organización de las nuevas repúblicas y promover su progreso, su número y calidad jamás correspondieron a las necesidades generales de la sociedad.
Dos universidades, establecidas al sur y al norte del continente americano, la una fundada por don Andrés Bello en Santiago de Chile a mediados del siglo 19, y la otra por don Justo Sierra en México a principios del siglo 20, se constituyeron en modelos clásicos de lo que habría de entenderse como Universidad Nacional latinoamericana. Por falta de espacio sólo nos referiremos al caso de México. Al igual que en otros países de la América española, en México, a raíz de su Independencia, la Universidad pasó por una etapa de sucesivas clausuras y reaperturas, según los vaivenes políticos de entonces y el triunfo o la derrota ocasional de las facciones conservadoras o liberales. Después de la clausura definitiva decretada por el Emperador Maximiliano en 1865, la educación superior en el país azteca quedó a cargo de varias escuelas profesionales dispersas dependientes del gobierno. Así fue como la Universidad mexicana desapareció del ámbito de la vida nacional hasta el año 1910, en que con motivo de la celebración del primer aniversario de la Independencia, don Justo Sierra logra su refundación con el nombre de Universidad Nacional de México. En 1929, el presidente Emilio Portes Gil decretó la autonomía de la Universidad trasformada en Universidad Nacional y Autónoma de México, la que en breve se había de constituir en “el gran símbolo de la educación latinoamericana en época de la civilización científica”.