Pero llegaron ellos… la ciudad se ensanchó y desde el río regresaron las nuevas voces buscando a Chochueca en los linderos de su propio desencanto. Nadie escribirá esta historia, sin darle la vuelta a la manzana...
Con la muerte del periodista Orlando Martínez, el periodismo como expresión de la sociedad letrada también tendrá su punto máximo.
Cómo pensar la ciudad de Santo Domingo durante los años ochenta? Una ciudad que comenzaba a constituirse en una megalópolis caribeña. La que llegará a tener tantos habitantes como el doble que tenía el país a la llegada de Trujillo al poder en 1930. Las migraciones internas de los años setenta la habían trastocado.
Los sistemas de transporte, agua y alcantarillado habían comenzado a ser cada vez más ineficientes. Los inicios de los años ochenta marcan una ‘poblada’ de extraordinaria violencia. La juventud que había escuchado de sus padres lo que fue la Era de Trujillo se alineaba en nuevas formas de expresión literaria, los del Boom latinoamericano habían logrado la mayor difusión en Europa.
La Universidad de Santo Domingo se había saturado y entre Movimiento Renovador y Colegio Universitario, dejaba espacio a otros centros con ideas distintas y el populismo de izquierda se comía el presupuesto universitario.
Con la muerte del periodista Orlando Martínez, el periodismo como expresión de la sociedad letrada también tendrá su punto máximo. Los ochenta fueron unos años perdidos para la economía (Vega: En la década perdida, 1991), perdidos en la educación. La juventud estudiosa que nos precede se fue apagando y la proliferación de títulos y profesiones liberales corrió adelante como las carrozas políticas.
La ciudad tuvo un nuevo lenguaje. Las migraciones internas y hacia el exterior dieron nuevos ritmos al folklore traído a la ciudad en la bachata que impulsa Radhamés Aracena en Radio Guarachita. Los gobiernos del PRD dieron movilidad social a otros estamentos de la sociedad que, desde el barrio, llegaron al poder, pero el poder adquisitivo no daba más que para comprar una motocicleta.
Era poco lo que ofrecían las profesiones y la vida se hacía cada vez más difícil. La generación que oyó de Trujillo en los pesebres, de las ametralladoras y de “Manolo seguro, a los yanquis dales duro”, se quedó con los vagos recuerdos de las canciones de protesta, de la vida heroica de Caamaño y Mamá Tingó.
Esa juventud no pudo asumir una gesta, ni su lenguaje construyó poemas épicos, porque “ya no necesitábamos más héroes”. Al terminar la década, muchas promesas se habían marchado, otras habían desaparecido del escenario; y las menos, se habían reconvertido al doblar la esquina en vendedores de esperanza montados en la carroza vocinglera de las caravanas electorales.
La ciudad. La situación del escritor aparece en la narrativa de Manuel García Cartagena, Aquiles Vargas fantasma (Taller, 1989). El protagonista a punto de suicidarse en el Palacio de la Esquizofrenia parece un símbolo de lo que ocurre. Solo las publicaciones de los estamentos de gobierno como la Colección Orfeo fueron gestos para una literatura de buhonerismo.
En los cuentos de García Cartagena, Historias que no cuentan (La Trinitaria, 2003), la ciudad tiene la atmósfera de desencanto, de encuentros entre la nueva sexualidad, los cineforos, las nuevas prácticas de la pequeña burguesía, unas veces venidos de las provincias, como en la narrativa de René del Risco Bermúdez.
Pero este narrar, como lo demuestra García Cartagena, tiene también un espacio de escape con referencias a los estudios en Francia.
En “Su nombre, Julia” (1991) ya René Rodríguez Soriano había puesto la nostalgia del bolero de Toña la Negra, el recorrido por la ciudad en el cuento homónimo, la entrada por la Charles de Gaulle, la ciudad más allá del río Ozama y el aquelarre de las palomas en las ruinas del Hospital San Nicolás de Bari. El muchachito que cuida los autos y la niña que es Julia (o es Luisa) y dice gustar de las canciones de una caraja llamada Yuri.
En “Laura baila solo para mí” es la ciudad con fantasmas, como en Cartagena, una ciudad maravillosa donde es posible soñar, pensar y perseguir el amor; el perseguidor es una voz lírica que cual cenicienta se queda con la zapatilla rosa y, en una pecera, baila un hermoso vals. Atrás han quedado los poemas a la patria; ahora es ella patria y única, “contra las bestias del olvido” (Girondo).
La ciudad ya tiene un nuevo lenguaje, una manera de decir las cosas. De la radio AM habíamos pasado a FM; del radio de transistor, al ocho tracks y al casete. Ya las serenatas podían ser grabadas, y podíamos ser amigos o locutores en una emisora de la ciudad. La gente tenía radios portátiles y los amigos regresaban de los nuevayores, llenos de dinero y con pistola al cinto. La narrativa de los ochenta recorre los espacios que quedarán en la memoria: Casa de Teatro, eran Freddy y Luis Días, que hablaban de lo importante del esfuerzo cotidiano en el arte.
El Conde con sus tiendas comenzó a venir a menos, aunque fuera ya peatonal. Uno recuerda sus tiendas de helados, o se recuerda leyendo “Peach Melba” de Rafael García Romero, uno de nuestros narradores más curtidos en el arte de narrar.
Como en algún hotel que su creatividad hace más que un recuerdo. La ciudad es los espacios del Malecón, las muchachas y los juegos de la juventud que no se encuentra en el café Maniquí de la Plaza de la Cultura. Lo existencial y lo cotidiano, el cine de nuevo en “El recurso de la cámara lenta” de Ramón Tejada Holguín o los chistes de “Probablemente es virgen, todavía» (Mambrú, 1993).
Y así podremos ver cual personaje a Ylonka Nacidit en una exposición de pintura de bodegones de María Aybar en una galería frente al mar. Los de los ochenta eran chistes, chanzas y muchas promesas. Se desdibujaron en la ciudad, venidos de la provincia parecían volver a ella como en “El crimen verde” (1994), de Emilia Pereyra quien, en “Cóctel con frenesí” (2003), vuelve a recorrer los ambientes de la ciudad, pero ahora ya todo ha acabado. El Conde arrabalizado y donde luchan los fantasmas de Pedro Peix de la calle con las risas blancas de las sombras haitianas que prostituyen las madrugadas.
Los ochenta inventaron un nuevo lenguaje para decir la ciudad. Es surrealista, es neovanguardista, es publicitario y desea que el otro lo encuentre. Es un lenguaje del amor y del desencanto del poeta en sus últimos momentos. Tantos poetas como abogados y todos en los ríos de la política de caravana, de festivales caribeños, de amasar el Estado en el bolsillo.
Desdibujar una acuarela de la ciudad sin sus nostalgias, sin sus entradas y salidas, sería obra de falsarios. La ciudad con sus historias queda ahí, en “Mudanza de los sentidos» (2001) de Ángela Hernández, en “Adiós a la bohemia” (1998) de Frank Núñez. O en algunos cuentos circunstanciales del poeta que no llegó. Pero llegaron ellos… la ciudad se ensanchó y desde el río regresaron las nuevas voces buscando a Chochueca en los linderos de su propio desencanto.
Nadie escribirá esta historia, sin darle la vuelta a la manzana para ver que una esquina es una esquina y otra esquina es la misma esquina en la Plaza del Sol en Madrid; en Washington Height, en San Juan o en cualquier otra ciudad en la que se teje el manto inverosímil de la dominicanidad.