El término “restauración” en el sentido de compensación y mantenimiento, siempre ha existido: Vitruvio comparaba la arquitectura con el cuerpo humano, el arquitecto como el médico, debe cuidar de su “paciente” y proporcionarle trabajos de mantenimiento y restauración que permitan su duración en el tiempo. Era práctica común intervenir edificios para adaptarlos a nuevas funciones o reevaluarlos desde una perspectiva ideológica/simbólica. Sin embargo, también se utiliza el término “restauración” como sinónimo de “protección” y “preservación de un testimonio del pasado”. Esta práctica nació entre los siglos XVIII y XIX, cuando comenzó a ser reconocida como un valor intelectual que la hace digna de ser transmitida a la posteridad.
Inmediatamente después de la Revolución Francesa asistimos a un verdadero movimiento “iconoclasta”: las efigies de santos y reyes fueron derribadas y destruidas, así como todo lo que recordara el Antiguo Régimen (escudos nobiliarios, etc.). Monasterios e iglesias fueron despojados de mobiliario y todo lo valioso, torres y campanarios destruidos. Sin embargo, una vez superada la furia inicial, los revolucionarios jacobinos (republicanos, defensores de la soberanía popular) saben que deben identificar un periodo histórico para legitimar su Gobierno y proporcionar una especie de respaldo a su poder. Esta “época dorada” en la Edad Media, coincide con el nacimiento y desarrollo de la clase burguesa. Para esta nueva clase dominante, la protección de los testimonios del pasado y la cultura asume un papel fundamental. Se aprobaron decretos, comisiones para catalogar y proteger los monumentos y las obras de arte. Sobre todo, nace una estructura especial: el “Museo”. Hasta ese momento, los nobles coleccionaban en sus casas objetos de arte y piezas arqueológicas. Alexandre Lenoir, figura clave de la cultura posrevolucionaria, en 1791 inauguró el “Museo de los Monumentos Franceses”, primer museo donde se exponían obras en orden cronológico y no estilístico. Se crearon galerías de arte abiertas al público, etc. La atención por los monumentos históricos medievales se reaviva aún más con la publicación de algunos libros: “Le Genie du Christianisme” de Francois Auguste René de Chateaubriande, “Du vandalisme en France Lettre a M. Víctor Hugo” de Charles Montalembert, “Guerre au demolisserus” escrita por Víctor Hugo, y sobre todo su obra maestra: “Notre Dame de Paris” de 1831. La introducción de este libro propone en clave literaria uno de los puntos de vista fundamentales a lo largo de la historia de la restauración.
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La teoría de la restauración ha sido escenario de enfrentamientos, entre visiones teóricas contrastantes. Todavía hoy no existe una línea común y los métodos de restauración o conservación a menudo se deja a la sensibilidad del profesional, que busca un equilibrio justo entre las exigencias de conservación y la necesidad adaptar un monumento a los nuevos usos previstos. Las raíces de esta dicotomía ideológica tienen como protagonistas a Eugene Viollet le Duc (1814-1879) y John Ruskin (1819-1900). La base de la posición teórica de Viollet está en la creencia que es deber del restaurador comprender cuáles eran las intenciones del creador del monumento que será restaurado, el arquitecto está autorizado a recrear el edificio “ex novo”, o sea el edificio se puede completar, aunque no existan planos, el restaurador asume que pudo haberse hecho de esa manera. En una de sus obras “Dictionnaire raisonne d’Architecture”, Viollet escribe: “Restaurar un edificio no es conservarlo, repararlo o rehacerlo, es restablecerlo completamente en un estado que tal vez nunca haya tenido. Una de sus restauraciones más famosas es la Iglesia de Notre Dame de Paris. Millones de turistas visitan este edificio cada año sin saber que, con la sensibilidad actual muchos conservadores consideran esta arquitectura una auténtica falsificación. Según la visión de Viollet, también es admisible que el restaurador pueda completar los edificios con partes que nunca existieron, pero que podrían completar el organismo arquitectónico. Al hacerlo, obviamente ignoramos la verdad histórica del edificio, para perseguir un objetivo estético que solo se reconoce en la pureza del estilo. A pesar de las críticas, no hay duda de que el método de trabajo de Viollet le Duc se basa en un profundo conocimiento de los principios arquitectónicos y constructivos medievales, sus intervenciones acaban siendo absolutamente plausibles.
John Ruskin no era arquitecto, sino crítico. Sus reflexiones tienen un valor más teórico que práctico. Contribuyó decisivamente al surgimiento de un planteamiento teórico diametralmente opuesto al de la restauración estilística. Esta posición teórica implica la condena de la práctica destructiva de la restauración y la reivindicación de la conservación como único medio para preservar los monumentos. El monumento debe permanecer tal como está, no debe ser intervenido, no debe ser tocado y, si es estrictamente necesario, debe dejarse morir en paz (aun tratando de mantenerlo en vida con un mantenimiento continuo). La postura de Ruskin responde a un culto místico a la naturaleza: cuando el monumento está en ruinas deja de tener una imagen finita y adquiere una dimensión infinita que se confunde con la naturaleza.
William Morris (1834-1896) funda en 1877 la “Sociedad para la Protección de Edificios Antiguos” (S.P.A.B.), a la defensa de la conservación de los monumentos. Morris da vida al movimiento “Arts and Crafts”, que promueve el trabajo artesanal frente a la rampante producción industrial.
La S.P.A.B. denuncia los casos de “restauración arbitraria”, y publica un manifiesto, insta a los arquitectos restauradores (acusados de “no tener más guía que su propio capricho”), a intervenir los monumentos solo con un mantenimiento continuo y programado. El radio de influencia de la S.P.A.B abarca toda Europa y en especial Italia, cuyo patrimonio histórico y artístico, particularmente apreciado por Morris, estaba lentamente entrando en una fase crítica, en particular los proyectos de restauración de la Basílica de San Marcos y el Palacio Ducal en Venecia.
Alois Riegl (1858-1905), basa su teoría en el concepto del valor del monumento, valor que puede cambiar en relación con las características que se toman en consideración. Riegl identifica tres importantes categorías: el valor de la antigüedad, valor histórico y valor de uso.
Valor de Antigüedad: desde esta perspectiva, la eficacia estética está dada por los signos del paso del tiempo impresos en el monumento, por la degradación producida por la naturaleza, por el deterioro. El culto al valor de lo antiguo no prevé la conservación del monumento, ya que el monumento no debe escapar del efecto de degradación de las fuerzas naturales. Hay que evitar la intervención humana arbitraria: el monumento no debe sufrir ampliaciones ni sustracciones ni, completar nada que se haya degradado con el tiempo. La ruina es la quintaesencia del valor de lo antiguo.
Valor Histórico: representa un grado preciso y singular del desarrollo de algún campo de la creatividad humana. Lo que interesa no son las huellas de los efectos naturales sino su estado inicial como obra humana. El valor histórico es mayor cuanto más se manifiesta la forma original de la obra, la degradación y las alteraciones son un elemento perturbador. Si para el valor de lo antiguo los síntomas de degradación son elementos fundamentales, para el valor histórico deben ser absolutamente eliminados. En realidad, el conflicto es más teórico que práctico, los valores son por lo general inversamente proporcionales entre sí. Cuanto mayor es el valor histórico, menor es el valor de la antigüedad (y viceversa).
Valor de Uso: un edificio antiguo que aún hoy se encuentra en uso debe conservarse en condiciones tales que pueda realizar su función con seguridad. Se debe prevenir o eliminar cualquier daño producido por fuerzas naturales. Es evidente que ese tipo de valor no puede conceder absolutamente nada al valor de lo antiguo. El conflicto entre valor de uso y valor histórico se resuelve considerando que la seguridad física de las personas es siempre más importante que la supervivencia de un edificio, por tanto, prevalecerá el valor de uso.