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Valga destacar el modo de escritura que reitera Rosario Candelier en La sabiduría sagrada. Como en todo su trabajo previo, su prosa es limpia, estilizada, plena de conceptos, y apuntada a los caros valores del espíritu.
El tránsito de la especulación o la percepción o la intuición o la comprensión o el sentimiento o la sensación… discurre con flexible armonía y tensa gracilidad, y hasta el lector menos avisado podría detectar en sus líneas el peso de una escritura sapiencial…, gozosa en la granítica construcción de la frase, el centelleo del discernimiento y el estilo propio.
Se sabrá distinguir incluso el desplante poético (o la postura poética) de su escritura. La noción prosaica del poeta lo relega a las figuras de hacedores de versos y cantos y cuentos y sofocos; la visión purificada del poeta lo encarna en la figura del héroe que siente devoción conmovedora por lo portentoso y lo magnificente, y se rinde sin jamás rendirse [con lo que triunfa] ante el acertijo inaccesible planteado por la perfección.
Quienes no se hayan percatado de la finalidad didáctica de la que no puede sustraerse quien tiene alma grande de Maestro… podrían poner objeciones estilísticas a las reiteraciones de conceptos y criterios que desbordan las fronteras particulares de los ensayos aquí trabajados.
Olvidarían también que un sistema de interpretación corresponde a una cosmovisión filosófica, y que las exégesis son hechas a obras de vates cuyos dones literarios se encaminan aunados… o por un brío divinal o intuitivo, o por una estética en común asumida, o por una locución sustantiva en el misterio escanciada…
La obra se organiza de acuerdo a un criterio enumerativo de reminiscencias cronológicas y redoblado ánimo definitorio: a) «Los predecesores» —de la lírica mística en la República Dominicana—, b) «Los precursores», y c) «Los implantadores». Salomé Ureña de Henríquez y sor Leonor de Ovando, al juzgar de Rosario Candelier, son las predecesoras; un manojo de bardos primordiales en las letras nacionales se instituyen precursores, y un número determinado de trovadores presumidamente más recientes en edad biológica se nominan implantadores, calificación que con su empuje natural nivelaría toda jerarquización.
No obstante, no es la precisión micrométrica de la organización enumerativa lo que llama a estimarse primeramente, sino el interés cardinal de reunir en un solo volumen evaluativo y valorativo un ancho radio de la pléyade dispersa que entona el más elevado canto de cuantos como privilegio les han sido dados a la condición humana.
La sabiduría sagrada, como libro, es exegético y ontológico. Pero es, además, antológico. Piezas de altos quilates de la producción nacional se integran a sus páginas como objetos de estudio.
El muy conocido poema «Aspiración», de Domingo Moreno Jimenes, asumido por la crítica unánime como una especie de arte poética no así titulada del bardo postumista («Quiero escribir un canto/ sin rima ni metro/ sin armonía, sin ilación, sin nada/ de lo que pide a gritos la retórica./ Canto que tuviere solo dos alas ágiles…», etc.), recibe un análisis persuasivo de reafirmación antiretórica que sirve para subrayar en Moreno, según don Bruno Rosario, «el título de renovador del arte métrico» y la condición de «agente y promotor del ‘versolibrismo’ criollo», según el igualmente respetado crítico León David. Estas afirmaciones, en su veracidad general, han sido irrefutables.
Pero es tanto el poder sugestivo-conminatorio de La sabiduría sagrada, que ha servido esta lectura para sospechar que tal vez nuestro venerable bardo no se haya propuesto hacer un manifiesto literario en la poetización de marras, sino elaborar una entrada temática adecuada, en forma de desahogo existencial, en que acomodar el vendaval místico de los últimos cuatro versos, que son la razón genésica del poema, su parte medular y verdadera finalidad de canto; entrada que sirve, adrede, como símbolo de lo convencional, de lo humano, de lo arbitrario, de lo pasajero y, por tanto, pasible de apuntalar un necesario contraste con el soplo del viento de la eternidad:
«Y allí [vale decir, en el canto así creado] mostrarme todo como soy en vida
y seré tras la muerte
cuando la eternidad orle mi gloria
con sus palmas de luz».
…Poder sugestivo-conminatorio que nos hace reflexionar si poéticas de corte humanístico de remedo divino (catalogadas acertada, indistinta o erradamente, hasta ahora, como de tipo social) como eventualmente la de Incháustegui Cabral, o de amor y compasión por los humildes, como eventualmente en Gatón Arce y en Federico Bermúdez, no constituyen auspiciosa emanación de ternura mística en cuanto extensión traspasadora de la justicia, el dolor y la piedad divinos, y en tanto conserven la condición de alta apelación a la conciencia del hombre o a la eterna Verdad , y no resulten arrebatadas por las sinrazones de las siempre mordaces ideologías…
Escribió Manuel Rueda en La criatura terrestre, 1963:
«He aquí mi boca, Dios, he aquí mi mano,
que cuanto yo diga o escriba Tú solo me lo dictes»,
desfogue místico que a Rosario Candelier le anima a definir: «La criatura terrestre, de Manuel Rueda, es una plataforma espiritual de la conciencia trascendente».
Se incluye esta composición (aquí rigurosamente abreviada) de don Héctor Incháustegui Cabral en Las ínsulas extrañas, 1952:
«Toma mi mano, no es limpia mano de santo,
es mano de pecador…
Tú que estás en todas partes…
y siento tu cabeza con la mía;
…yo que te hablo
cuando sé que me estás adivinando».
…Y dos apretados compendios de dos extraordinarias composiciones parafrásticas de Máximo Avilés Blonda, que hacen a Bruno declarar: «…el poeta escucha la voz de lo Alto, que lo apela para testimoniar la Presencia que alienta todo lo viviente» y «…se hace eco de la carga emocional y espiritual de la memoria cósmica»”:
«Una voz en la noche me nombraba,
tiraba al viento las letras de mi nombre.
Yo escondía asustado mi verdadero oído…
Una voz… entre telas, cortinas y arder de aceite,
me decía: «¡Samuel!», «¡Samuel!»»
«¡Oh, mi Baruc, tú, mi mano que piensa…,
amado Baruc, compañero, hermano,
hijo o casi yo mismo, zapato de mi pie,
apoyatura mía, muleta, mi brío, mi resistencia!
¡Toma un codo de la Medida de la Gracia
y… repártelo como agua entre los hombres!»
Me gustaría hacer una relación de las apreciaciones esenciales exteriorizadas por don Bruno Rosario Candelier en La sabiduría sagrada referidas a cada autor que aquí se estudia. El comedimiento, y el tiempo, no me lo permiten. Os invito a leer el texto en su totalidad. En él hallaréis a don Bruno siempre generoso y siempre atento en todo cuanto corresponda a la mejor divulgación de las letras vernáculas y al crecimiento espiritual y moral del hombre, de su país y de sus conciudadanos.
Don Bruno no es el tipo de intelectual egocéntrico y áspero que trunca el entusiasmo de sus semejantes: es el Maestro receptivo y cordial que funda instituciones y coordina cenáculos y escribe ensayos y publica obras para que puedan otros hallar lugar elevado desde los cuales esparcir sus textos. Humano como todos; pero su voluntad es creadora, y su saber enciclopédico —y acarrea otro saber intuitivo que no aparece en las enciclopedias—, y en su corazón anida la nobleza…