Creemos saber lo que Moisés vio de lejos a propósito de la tierra prometida a la que él, en vida, no entró. La cuestión de fondo sigue siendo qué conocemos de todo lo que él fue incapaz de observar. Por ejemplo, ¿qué decir de una patria en la que el bienestar de los unos no sea el malestar de los otros? Sean los unos y los otros, conocidos e iguales entre sí, o sempiternos forasteros, ajenos y desiguales.
O bien, ¿qué decir del inexistente porvenir terrenal? Uno en el que el ser humano, dizque creado a imagen y semejanza del único Señor de la historia y del universo, se vea por fin superado por su propia inteligencia, expuesta esta vez de forma artificial, autónoma y sin imaginación ni sentimientos. De una nueva era evolutiva, inteligente, pero impotente e incapaz de consentir y acordar asuntos inauditos.
Y, ¿qué decir de ese sinfín de sociedades humanas en las que la labor prolífica del intelectual devino superflua? Esas que sospecharon del difunto ser supremo, de la sexualidad reprimida y de la generación de riqueza clasista acompañada de inequidades; pero dejaron pasar sin escrutinio la tecnología y el voraginoso ritmo transformador de su despliegue, por no entrar mentar en este apartado el omnipresente pontificado de las opiniones manifiestas en forma de publicidad, propagada o enredadas redes sociales. En ese caldo de cultivo, las ideas son superfluas. Platónicas o kantianas en sus raíces, carecen de `technos´y no tienen ya el impacto esperado, tampoco el valor cívico o la autoridad moral de antaño.
En el gran teatro del reino de este mundo ancho y ajeno, la realidad aparece ofuscada por tanto clamar en el desierto.
Debido a sus interpretaciones infinitas, ¿qué decir de tantos proyectos y propuestas de desarrollo, provengan o no de esfuerzos gubernamentales, regionales o multinacionales, haciendo más de lo mismo? Sobre todo, cuando no vislumbran y tampoco conciben qué otra civilización queremos alcanzar, a modo de causa final que alivie y supere de manera definitiva, en y desde el presente, tanta pobreza, desigualdad, desorden institucional y manejo irracional de los recursos naturales renovables.
Más aún, ¿qué decir de un tiempo olvidado que no sea oro, sino la oportunidad tan instantánea como efímera de armonía con todo y de todos? Desenlace fugaz ese de toda realidad que, fuera del alcance de la abundancia bíblica de leche y miel, desentrañe felicidad.
Por añadidura, primero, ¿qué es sabido de la cosa inefable que hace las veces de bisagra de un mundo mal llamado postmoderno, de la post-verdad o con otros tantos calificativos? Poco, pues aún predomina la confusión respecto a si al principio está la Acción del Fausto de Goethe o el Logos de la buena nueva.
Entonces, segundo, ¿qué reconocer ahora, justo aquí, en la actualidad histórica de nuestra existencia civilizadora, en la que se parlotea y aprecia más lo que uno tiene que lo que en verdad guarda valor? El reto de la humanidad sigue siendo tan inmenso como nunca. El ser-humano no se reconoce allende su propia necesidad, a no ser gracias al don de la admiración, la confraternidad y la esperanza contra toda esperanza.
Y, por último, ¿qué reafirmar de un sistema cultural democrático, por definición siempre en ciernes, pues depende de ciudadanos conscientes de sí y, por tanto, insatisfechos por tantas expectativas incumplidas luego de la apropiación de sus derechos de personalidad y de ciudadanía?
La respuesta más probable pudiera ser esta: la condición humana como tal, entrecogida por sus propias utopías y distopías, tiene frente a sí, al alcance del horizonte, una nueva tierra anunciada. La misma que a todas luces Moisés no vio. En ella -al menos por el mal de Alzheimer, aunque mejor si fuere debido a la intervención gratuita de alguien superior a dicha condición- no aparece el becerro de oro (por cuya plata siguen bailando los monos, según advierte el refrán popular) y la sangre que en vano es derramada desde los albores de la existencia (de conformidad con el relato original de Caín y de su víctima fraterna, Abel) quedará de una vez y por todas consagrada.