La tumba de Anibel y los olvidados

La tumba de Anibel y los olvidados

Matías Bosch

“Silenciosa, terminante. Sangre herida en el viento. Sangre en el efectivo producto de amargura. Este es un país que no merece el nombre de país. Sino de tumba, féretro, hueco o sepultura. Es cierto que lo beso y que me besa y que su beso no sabe más que a sangre”. El grito de Pedro Mir en 1949 tiene trágica vigencia, 70 años después de publicado.

La vigencia del abuso, el dolor y la indiferencia. Es la tumba de Anibel, cuyo tío y abogado, Miguel Ureña, ha explicado este lunes que en tribunales imperan la impunidad y los privilegios, otorgándole la libertad a quien facilitó el arma para el feminicidio que acabó con ella, el suicidio de su expareja y tres niñas huérfanas.

Además, ratificó que el supuesto “acuerdo” antijurídico es falso y que su matador comenzó a asediarla y maltratarla desde que Anibel decidió empoderarse, desarrollarse profesionalmente y progresar. Los asesinatos de mujeres son sólo la cúspide, la manifestación macabra de un cúmulo de disparidades, de ideología y negligencias que hay que remecer.

¿El país puede seguir paralizado ante un crimen que manifiesta en toda su estructura el carácter asesino y destructivo de la cultura machista-posesiva, combinada con un sistema de justicia e instituciones capturadas al servicio del mejor postor, el dinero, la fama y las influencias? Donde hay privilegios no hay derechos ni igualdad, y donde estos se ausentan sólo pueden primar la violencia y la muerte.

Estas realidades se manifiestan en los 226 feminicidios ocurridos en 2 años, en las denuncias que siguen apareciendo en los medios, y en los 2931 casos de violencia de género e intrafamiliar, indicando solo las denuncias registradas. La mayoría de los sucesos y sus causas profundas naufragan en la indiferencia.

Algo similar ha pasado con 66 compatriotas, hombres y mujeres, deportados desde Chile la semana pasada por no lograr regularizarse. Según la agencia EFE, 6,767 migrantes dominicanos se habían inscrito en el plan de regularización que el gobierno de Piñera dispuso con el lema represivo de “poner orden en la casa”, ante una mayoría de inmigrantes dominicanos, haitianos, peruanos, bolivianos, colombianos y venezolanos. Todos saben que el “orden en la casa” tiene etiquetas: latinoamericanos, pobres y que no lleguen por avión. Para el caso de los dominicanos, la única oportunidad de regularizarse fue una escuela pública habilitada por un alcalde capitalino.

Claramente la suma de inscritos para la regularización -un proceso lleno de trabas- fue ínfima comparada con los 1,251,225 inmigrantes contados en Chile a 2019, y con los 6,130 que ingresaron irregularmente solo en el año 2018.

De los 66 dominicanos y dominicanas deportados, 59 carecían de antecedentes penales. Su único “crimen” había sido intentar una vida mejor para ellos y sus familias sin lograr regularizar su estatus. Sin embargo, fueron conducidos esposados, cada uno escoltado por un policía y subido a un avión militar. Para todos esos compatriotas, la cancillería dominicana apenas emitió un comunicado pidiendo un trato “humano”.

¿Qué hará la sociedad dominicana ante tantas víctimas, obligadas a ser las mujeres sumisas para no “ganarse” la violencia de género o el feminicidio? ¿Qué hará la sociedad para proteger a tantos olvidados que se juegan el todo por el todo, migrando regular o irregularmente, además de recibir los casi 7 mil millones de dólares en remesas que envían? ¿Seguir parados sobre una tumba, que se sigue cavando, hasta que se devore lo poco que queda de humanidad?

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