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Cuarenta y seis años después del descubrimiento de América, los conquistadores españoles pertenecientes a diversas órdenes religiosas fundaron en estas tierras universidades de diversos tipos. Mayores unas como la de Santo Domingo, México y San Marcos de Lima que disponían de organizaciones y disfrutaban de privilegios similares a la de Salamanca y a la de Alcalá de Henares; y menores otras, de cátedras y exenciones limitadas como la de La Plata, la de Mérida, la de Buenos Aires y otras que sólo existieron de jure, pues no llegaron a funcionar plenamente ante de la conclusión del periodo colonial. Todas estas universidades obedecían al supremo deseo de los monarcas ibéricos de convertir sus colonias americanas en forzados recintos medievales. Mientras en las universidades europeas se admitía la libre expresión de las ideas y los más encendidos debates sobre cuestiones de orden intelectual y político, en las universidades hispanoamericanas a sus catedráticos se les permitía “arrancar de las manos de sus discípulos los libros perjudiciales a la religión del Estado y a la tranquilidad pública”.
Las guerras independentistas libradas por nativos y criollos contra el imperio español dieron lugar a que las universidades hispanoamericanas adoptaran un nuevo modelo, el de la universidad napoleónica. Dicho modelo era algo distinto a lo que tradicionalmente se había entendido como universidad. Se caracterizaba por ser un organismo al servicio del Estado que lo financiaba, nombraba sus autoridades y formulaba sus planes de estudios. Era una institución estatal centralizada, burocrática y jerárquica. Era lo más opuesto a lo que había sido la Universidad desde su origen. El modelo napoleónico suplantó la idea unitaria de la institución universitaria medieval y la sustituyó por un conjunto de escuelas profesionales separadas y carentes de un núcleo aglutinador. ¿Sus saberes? Dogmático y libresco sin tener nada que ver con los problemas de sus entornos: “Las cátedras de esas universidades estaban reservadas a los pocos de apellidos ilustres, sin que importara mucho sus calidades intelectuales”. En cuanto al saber, el Manifiesto de Córdoba, refiriéndose al transmitido en la Universidad de Córdoba, nos dice que “frente a esta casa muda y cerrada el saber pasa silencioso y entra mutilado y grotesco al servicio burocrático”. A decir del investigador nicaragüense Carlos Tunnermann “las universidades latinoamericanas, como fiel reflejo de las estructuras sociales que la independencia no logró modificar, conservaron en esencia su carácter de academias señoriales. Esas altas casas de estudios no hicieron más que responder a los intereses de las clases dominantes dueñas del poder político y económico y, por lo mismo, de las propias universidades”. Ocurrió así porque el advenimiento de las repúblicas latinoamericanas no implicó la modificación de las estructuras socio-económicas de las antiguas colonias. Esos movimientos independentistas carecieron de contenidos revolucionarios, limitándose a la sustitución de las autoridades peninsulares por los criollos, representantes de la oligarquía terrateniente y de la naciente burguesía comercial.
El primer cuestionamiento serio de la universidad latinoamericana tradicional o napoleónica surgió en Córdoba en 1918.