Al acaecer la muerte física de René Rodríguez Soriano el año pasado, su obra se cerró con un saldo de singularidades en la narrativa dominicana. Los símbolos y signos, los referentes y las construcciones poéticas de un lenguaje que transitó desde la poesía al mundo narrativo, clausuraron su progreso y quedaron fijados en la configuración. Pero no así para los lectores que refiguran su sentido y disfrutan de la maravilla de su creación.
Rodríguez Soriano fue capaz de darle un sentido poético a la realidad vivida y rememorada. Decía Marcio Veloz Maggiolo que en la obra del autor de “Solo de flauta”, existía una teoría del recuerdo. En ella, agregó yo, nos asaltan las construcciones de referentes como los espacios urbanos, campesinos, cosmopolitas y exóticos.
Su escritura está basada en saltos espaciales, en concomitancias temporales. También en las voces del amor y el desencuentro, con una particular nostalgia que une el pasado y el presente.
Ahora bien, lo que nos convoca hoy es evocar en las distintas lecturas de su obra el tema de la mujer que nos llegó con “Su nombre, Julia” (1991). En ese texto, que deja atrás las evocaciones de “Canciones rosas para una niña gris metal” (1981), desfila una serie de mujeres que encuentran en la realidad narrativa su condición de féminas de segundo grado. No solamente porque ellas están tomadas de una realidad literaria, como es el caso de Laura, sino que ellas se constituyen en mujeres literarias cuya existencia parece borrar sus pasos por el mundo, su propia referencialidad de mujeres reales.
Podemos decir que René es el autor de una abundante heteronimia femenina. Esas mujeres pueden llamarse Julia, Luisa, Laura, Josefina, en cuentos como “Su nombre Julia”, “Laura baila solo para mí”, “Una muchacha llamada Josefina” … o pueden llevar distintos nombres como ocurre en “El nombre olvidado” (Ediciones Callejón, 2015). Ellas hablan desde su nominación de Sade, Juana, Amalia, Ruth, Nathalie, Isabel, Laura, Elsa, Hebatalla, Keiko, Jimi, Helga, etc.
Son mujeres heterotópicas, no solo porque establecen una relación, muchas veces sentimental, con otras culturas, sino porque aparecen en distintos espacios como seres evocados. Ellas salen de la realidad de la clase media dominicana y se encuentran en el espacio de la emigración a otros países, como la Julia de “Alguien vuelve a llenar las tardes de palomas”, donde las imágenes espaciales transitan de Santo Domingo a Milán.
En su obra “Su nombre, Julia” nos da el autor la entrada a la caracterización de las distintas mujeres, lo que también las formaliza como mujeres de la literatura del segundo grado, en la medida en que su existencia evapora lo real y pasan a existir en el plano virtual de la poesía. Piénsese en la mujer de rojo de “The Matrix”. “En su nombre Julia”, lo maravilloso se encuentra en la vida cotidiana de la capital, los espacios emblemáticos como el hospital San Nicolás de Bari y sus palomas. Sin embargo, Julia no es solamente Julia, podría ser Luisa y Luisa, la niña que dice que su abuela está enferma y que solo habla de ruinas y palomas, en el mismo momento en que la voz narrativa rememora la tarde en que se encontraron junto al almendro.
Las mujeres en la obra de Rodríguez Soriano tienen, como es el caso de Julia, un aspecto maravilloso. Ellas pueden estar en los lugares más disímiles, pero se visualiza con su leotardo en el Ballet Clásico Nacional, en el Cascanueces; en el cine, o en algún bar de la capital de recurrido ambiente juvenil en los años ochenta… Si Julia es y no es en “Su nombre Julia”, en “Laura baila solo para mí” aparece como un ser huidizo y evocado. Ella es una cenicienta que traspasa los lugares menos imaginables teniendo como centro la ciudad colonial. Al final se transfigura en un ser sumamente poético mientras se va deshilvanando toda la narración.
En el cuento “Una muchacha llamada Josefina” esa mujer adquiere grandes dimensiones al ser comparada con Julia. Ambos son seres que logran la realización poética y están destinadas a difuminarse en la realidad del verso antes que establecer una referencia con un ser real. Ellas son la maravilla que la poesía crea en un contexto terrible como el de los Doce años de Joaquín Balaguer y la crisis del final del modelo económico de la posguerra.
En el libro “El nombre olvidado”, la escritura de René logra la síntesis del tratamiento de la mujer como ser que puede arrancar al hombre del tedio vital con la magia de su belleza y con su inusitada presencia. En su conjunto, este libro es muy particular porque todos los cuentos comienzan con un nombre femenino. Es la historia de un fotógrafo internacional que cruza distintas fronteras para encontrarse con hermosas modelos y evocar los recuerdos de distintas mujeres en donde se declara el sentido de heteronimia y heterotopía de toda la narrativa del autor.
La belleza y las tardes sirven de acicate para que esa voz narrativa omnipresente, que teje las diversas historias, pueda llenar de felicidad y eliminar el sentimiento de soledad. En Alana concluye: “…Alana, la hermosa gata que con sus uñas afiladas iluminó las tardes más felices de mi vida, y venga a llenar de nuevo mi ancha y honda soledad” (“El nombre olvidado”, 15). Sobre Amalia señala en una intratextualidad con “Canciones Rosas”: “La última vez que la vi fue entre las góndolas de un supermercado. Quizás nunca lo sepa, quizás ni le interese saber que el Poema eñe es su poema”.
En esa síntesis del narrar que se tensan los sentimientos y las esperas, escribe en “Isabel”: soy apenas una bandera hecha jirones y el marrón de unos zapatos que calzarán por siempre los pies de una huella zurda y mansa que eternamente he de seguir por los zaguanes de la tarde” (44). En la recurrencia de Laura, vuelven las mujeres y las imágenes de la tarde: “Hay pasajes y paisajes agazapados en algún baldío del recuerdo a los que, aunque uno sabe que existen, están allí, jamás quisiera retornar” (45).
En fin, René Rodríguez Soriano construyó un mundo poético que se desplazó a su mundo narrativo en el que las mujeres fueron sacadas de la realidad y colocadas en las redes de la literalidad como mujeres en segundo grado. La transtextualidad y muchas concomitancias de tiempos, diversidad de lugares y nombres remiten a la formación del mundo que el autor configuró en su poesía.
Habría que mencionar los poemarios “Muestra gratis” (1986), “Rumor de pez” (2008), como a sus novelas “Queda la música” (2003), “El mal del tiempo” (2007), y los distintos destinos de ese mundo en sus cuentos. Sus narraciones o textos que no remiten a ningún género, sino al cambio de una textualidad que se afincó en la maravilla creada por el lenguaje poético.
A un año de la muerte del autor, sus textos quedan ahí como el producto de un sujeto que, inmerso en la cotidianeidad de la vida dominicana, construyó mundos posibles en un arte que ayuda a llevar a cabo la fatigosa marcha de la dominicanidad que busca encontrarse con la libertad y la comprensión de lo que hemos sido y quisiéramos ser. Un arte que se ha latinoamericanizado con la proyección de la obra de René Rodríguez Soriano allende las fronteras de su media isla.