No hay palabras que definan el nivel del impacto que ha causado la muerte de la adolescente higüeyana Esmeralda Richiez Martínez en la conciencia ciudadana, estremecida con las circunstancias que contribuyeron a su fallecimiento.
Lo ocurrido a Esmeralda en la salida con sus amigas, el profesor John Kelly Martínez y su primo Rubén Morillo es un descarnado ejemplo del drástico cambio que ha dado la sociedad en las costumbres que regían la vida familiar y de la ineficiencia de la educación impartida en la escuela.
Niños, niñas y adolescentes nacen, crecen y viven en un ambiente permeado de peligro: por un lado, la inocencia y la inexperiencia les hace vulnerables a los malvados y, por otro, son víctimas del espejismo de la virtualidad que alimenta sus sueños y rebeldías.
Criar y educar es complicado, exige a padres, madres, tutores y maestros además de entrega y amor incansables, normas y códigos de conducta claros y bien definidos. Hay padres y madres sin disposición ni conocimientos necesarios para la formación de los hijos e hijas con las herramientas, el cuidado y el esmero que implica modelar una persona con los atributos imprescindibles para su bienestar.
Esmeralda acabó bajo los designios de la descomposición moral y cultural que abate a nuestra sociedad, el desconocimiento sobre cómo actuar ante situaciones que exigían la inmediata intervención médica especializada y, sobre todo, la irresponsable y deshumanizada conducta del victimario prevalido de su relativa posición de poder.