A Soledad Álvarez, fraternalmente. Hay una grieta en todo, así es como entra la luz.
Leonard Cohen
¿Quién soy?, pregunta la luz. Ella dice: Los físicos se han puesto de acuerdo para definirme como un proceso de radiación electromagnética en el cual partículas desprovistas de masa, que ellos llaman fotones, se mueven a alta velocidad en el vacío y a través de los cuerpos en un patrón dependiente de su longitud de onda. Soy el agente que permite al ojo visualizar las cosas gracias a mis fuentes originarias: el Sol, los astros, el relámpago y el fuego. Soy también un objeto en mí misma que puede ser visto y gracias a ello, facilitar la percepción de los colores en mi cuartel general —el cerebelo— aunque, por otra parte, para los filósofos haya sido siempre “el fondo último desde donde la idea es idea o la forma es forma de las cosas”.
Es a partir del siglo XVII cuando la ciencia cuestionará con mayor tesón la naturaleza de la luz; el inglés Newton hablará de su composición, de la propagación rectilínea, de reflexión y refracción, mientras otro coetáneo, Christian Huygens, la explicará partiendo de la idea de que estaba constituida por ondas que se propagaban al vacío a través de los objetos en un medio invisible e insustancial que llamó éter. Luego vendrán las teorías de Young y Fresnel; la electromagnética de James Maxwell; los cuantos de Max Planck y los fotones del genial Einstein. Remanentes de tales preocupaciones sobre luminosidad, y, por ende, de la oscuridad, anegaron el ideario premoderno de múltiples artistas en Oriente y Occidente hecho todavía expresado en el pensamiento actual, poesía incluida. Neruda nos lo dijo cuando sentenció que no hay pura luz/ ni sombra en los recuerdos/ éstos se hicieron cárdena ceniza/ o pavimento sucio/ de calle atravesada por los pies de las gentes.
La óptica, por su parte, establecerá que la tonalidad cromática de lo observado dependerá de cuánto brillo absorban o reflejen los objetos; llamará a este fenómeno “luminancia” o “reflectancia”, resaltando que el blanco posee la máxima reflexión y el negro la mayor absorción. Por tal razón, en verdad, blanco y negro no son colores como tales sino gradaciones de luminosidad. Estas leyes explicarán además cómo su matiz o tono variará desde los primarios (el amarillo, rojo y azul), los secundarios, resultantes de su mezcla (el anaranjado, violeta y verde), y los terciarios (como el azul verdoso y el amarillo anaranjado). Todo esto sin considerar la luminosidad artificial en la que el Hombre, armado de la fluorescencia eléctrica, “creará” nuevos matices resultado del tungsteno, el halógeno, el neón, o el LED.
La caverna de Platón
En esta reconocida alegoría del libro VII de La República, el filósofo nos ilustra su concepción sobre la relación del ser humano con el conocimiento; la conversación acontecida entre el mundo sensible que a través de los sentidos nos acerca al saber, y el inteligible al que solo el saber mismo —la razón— nos conduce. El episodio en cuestión narra cómo unos prisioneros encerrados en una caverna atados por cadenas conocen la existencia solo a medias a través del reflejo de sus propias sombras gracias a una hoguera que los ilumina. Al escapar y encontrar en el exterior la luz natural, uno de ellos “ve” por vez primera la real forma de las cosas iluminadas por el Sol. A pesar de que toda su conformación mental estaba basada en lo que antes “veía” bajo las tinieblas y a través de las siluetas ante el fuego, este renovado Hombre reconoce que la verdad es la brindada por el astro mayor. Que no solamente lo sensible puede ser encontrado en ella, sino que, en ella, yace además el bien.
En semejante metáfora, pues, se devela el teatro donde el conocimiento es obtenido mediante los sentidos y a través de la inteligencia, surgiendo así una ética en la que el Hombre logra la libertad y alcanza la verdad tras despojarse de sus ataduras. Un escenario en el que este adquiere además la libertad del pensar y su lugar fundacional, que es el fulgor de su propio ser y del ser de las cosas, como ha explicado el ensayista Hernán Cortez-Monroy.
Símbolo visionario
Desde la prehistoria, el Medioevo, y a través de la premodernidad, el devenir de la luz visionaria de metáforas y despertares había transcurrido entre lo religioso y el cuestionamiento filosófico; y fueron las doctrinas de los persas, y las escrituras del cristianismo incipiente, las que hicieron de ella atributo del poder esclarecedor y protector de Dios e instrumento facilitador del propósito último de todo humano —el encuentro con él—.
Así, fue luz lo que según el Génesis originó todo, la que en el Monte Sinaí advirtió a Moisés sobre el poderío del Creador; rasgo fundacional del cristianismo cuando Jesús dijo a sus discípulos que él encarnaba la luz del mundo, y que quien le siguiese no andaría en tinieblas. Fue la luz también, gracias a la construcción gótica en la que los ventanales ocuparon un protagónico lugar en la estructura arquitectónica, presencia ritual en los templos que, iluminados a través de los vitrales interpuestos entre su interior y los cielos, acercaron a Dios y al Hombre que le adoraba.
En el contexto de la comprensión del color a partir de la luz como hecho espiritual María Zambrano expresó lo siguiente: “No es, pues, la luz natural la que originó la pintura, como se hace bien patente en la pintura egipcia que decora las tumbas, sino más bien en la sombra desgarrada por un rayo de luz en un instante para que el misterio de la imagen, ánima, fantasma real, aparezca y quede fijado para siempre. Cosa del otro mundo, aparición que se hace visible hiriendo las pupilas y el ánimo”. A nuestro ver, ese resplandor que porta en sí el poder de desgarrarnos en un instante es, indiscutiblemente, el conocimiento.
Zambrano contrapone la visión musulmana y cristiana de la luz ante una de profundo alcance filosófico, útil no solo al estudioso y mistagogo, sino también al poeta y al artista que vive (y crea) en interminable tránsito entre lo visible y lo invisible. Trayectoria donde la visión “(…) es el lugar de la suprema exposición para el Hombre; del darse a ver aún antes que del ver…”. De encontrar lo oculto en el alma a través de los ojos que son, en definitiva, aurora de la palabra. Ojos con los que miramos aquello que ni siquiera sabemos es visible rastreando la presencia y la figura, como ella afirmaría una vez.
Subrayaríamos que el desgarramiento provocado por el arribo de la luminosidad es una herida abierta a la visión; herida comprendida como puerta de entrada a través de la cual irrumpe el resplandor que para unos sería la divinidad, para otros la llama encendida del amor, e incluso, el nacimiento de la obra pictórica misma que no solo iluminará a su creador sino sobre todo al testigo. Ya lo había enunciado la española: “No hay arte que no hiera (porque) lo que es luz viva, hiere”. Como el relámpago, diría yo.
Relámpago, lenguaje del cielo.
Desde hace tiempo, la Física sabe que el trueno, el relámpago, y el rayo nunca fueron la creación fantástica de Thor, deidad proto-indoeuropea adorada por germánicos y vikingos que, blandiendo un portentoso martillo dominaba aquellos escupitajos de la naturaleza enfurecida. Hoy, los meteorólogos conocen el porqué el rayo alcanza la Tierra con precisión a veces mortal en tanto que el relámpago apenas asusta, provoca y anticipa; nunca tocará los confines de la superficie del planeta, blanco perenne y condición sine qua non de su razón de ser. Nos cuentan que, en las nubes, la diferencia de voltaje y velocidades de ionización de los gases dependientes de los rayos solares y la temperatura, son las leyes electromagnéticas que explican el origen de este fenómeno meteorológico. Ese regalo de la naturaleza tan parecido a los púlsares celestiales que juega a esconderse entre la claridad y la sombra; entre la anticipación y el asombro detrás de su destello alucinante.
En la Antigüedad helénica, tanto Esquilo como Hesíodo en la Teogonía contaron el mito de Prometeo asombrados de seguro por el valor de este titán, pionero en desafiar la supremacía de los dioses del Olimpo. Preocupado ante el sufrimiento de las víctimas del frío y la oscuridad, les regala el fuego robado de una chispa del relámpago de Zeus quien castiga tal osadía enviándole al monte del Cáucaso condenado a tortura eterna. En semejante acto, el héroe no sólo simboliza la rebelión a favor del sentido de bondad y justicia, sino que “desdiviniza” los mitos otorgando el instrumento material que dotará al Hombre del poder dominador de la naturaleza.
Aquella metáfora encarnará, más que nada, la transformación, la llama desde donde nacerá todo; ejemplo de vida y energía, germen de luz en su más amplio sentido. Prometeo encadenado, óleo del flamenco Rubens, resume certeramente la intencionalidad del protagonista del mito: muestra nuestro héroe esquivo mirada alerta dirigida a su entorno a fin de evitar ser descubierto por los dioses en semejante afrenta. Reflejo de tal propósito, destaca en el cuadro la ausencia de deidades o seres humanos; apenas son testigos los rayos solares semiocultos aparecidos sobre su cabeza. Obsérvese que Rubens colorea tenuemente la pira portadora del fuego enfatizando con ello la incandescencia que emana de su flama. Porque es justamente luz, al fin y al cabo, lo que este héroe ha traído a los mortales.
La aurora, resplandor y anticipo.
Diosa romana del amanecer, que vuela anunciando la llegada del día; que con lágrimas de rocío lamenta la muerte de Memnón, vástago procreado con el mortal troyano Titono; tono rojizo, insignia del comienzo; aura, resplandor y brillo que irrumpe en la sombra de la noche señalando el arribo de la claridad. La aurora, como en el pensamiento de Zambrano, danza entre el camino de los sueños y los tropiezos del ocaso; ella asumió en sus textos una “metafísica existencial” a la sombra de la aurora donde, como “la luz del pensamiento cuando se dirige a descifrar lo que se siente, no es la luz solar y absoluta de la luminosidad”. “Es más bien esa luz que tímidamente emerge de la penumbra para insinuarse como una sierpe en la oscuridad del sentir”.
Resplandor y anticipo a la luminosidad de la vida, en suma, la aurora de Zambrano no sólo transcurrirá entre lo filosófico y la poesía; será también lumbre que busca en ellas la verdad. Faro iluminador de los trepidantes pasos del existir contemporáneo que, ante las ubicuas sombras mentirosas, con demasiada frecuencia yace aturdido en el filo del diario vivir de incontables hombres y mujeres sedientos de claridad.
Jochy Herrera es cardiólogo y escritor, autor de Fiat Lux. Sobre los universos del color (Huerga & Fierro, Madrid 2023).