María del Rosario, mejor conocida en el barrio El Hoyo de Salcedo, como “María Café”, mote dado por su exiguo negocio de la venta del susodicho, que envuelto en papel de pulpería, era comercializado a los de la comunidad, a tres centavos el paquetito.
Ahora bien, debo aclarar, que dicho producto era extraído de su pequeña finca (parte atrás de su desvencijada vivienda), hasta donde cada día íbamos de mandaderos de nuestros padres a comprarlo.
Nunca supe de donde vino, pero si me enteré, que en esa notable viejita, y la cual en cada trozo de mirada firme y a veces hasta rabiosa, había todo un océano de amor que con el paso de los años se ha ido agigantando en la memoria de todos aquellos que como quien escribe, solo recibió de ella, tibios manojos de ternuras y fantasías, en esa, nuestra lejana niñez, que ella ayudó a ser más llevadera.
Retumban en mis oídos los sutiles silbidos, cuando ella, flácida y con el cuerpo un poco ya retorcido por los achaques de los años, se paraba en la puerta de su casa, y según los carajitos del barrio íbamos haciendo presencia ante sus ojos, nos llamaba, para ya los 5 o 6 que éramos prácticamente de su preferencia, sentarnos en las pocas sillas de cuero de chivo que tenía, en donde luego de buscar un higuerito con cada ración de su rico arroz con habichuela (muy pocas veces carnes), iniciaba la travesía de contarnos sus historias.
Dichas historias, ya nos eran tan familiares, que algunos hasta de memoria nos las sabíamos. Sus fantásticas peroratas se hacían tan reales en nuestras imberbes conciencias, que a veces los terroríficos relatos en donde casi todos eran ganados por ella, eran más que motivos para que tan pronto nos internáramos en nuestras realidades oníricas, ver esos terribles personajes peleando con la “María Café”, en una lucha que a veces se tornaba desigual, que si no eran por su fiera insistencia y su rudo temperamento, pues, ella, mi viejita querida, no hubiera salido viva de todos esos “combates” que se hacían tan reales, como el que sostuvo con el “Candelo” aquel, cuya pelea, según ella, casi le cuesta la vida, sino fue por su esposo Pancho que de pronto “apareció” en el escenario para soltarla del árbol en donde en un tupido monte de su pertenencia, el malvado ángel caído la tenía amarrada.
Como les dije hace unas cuantas líneas, salir de la casa luego de haber comido esa rica porción hecha a base de cosas de tierra, como ella misma se ufanaba en decirnos, era una odisea, en donde para cruzar la calle y llegar a mi casa que quedaba justo frente a la de ella, tenía que pensarlo dos veces, sobre todo, en aquellas oscuras noches de los 70s, cuando además de los cuentos de “María Café”, eran constantes los relatos ya un poco más reales sobre lo que el país y nuestro Salcedo vivía en aquellos terribles 12 años.
Pero de pronto, a “María Café”, sus hijos que ya casi todos vivían en la capital, a excepción de su hijo Ramón y de Enrique, su nieto quien siempre vivió al cuidado de ella, se la llevaron, y nuestro rico arroz con habichuelas en higueritos, se evaporaron.
Los fantásticos cuentos se fueron del barrio, pero no de nuestra imaginación, y un día, sin estarlo esperando, ese 7 de agosto inolvidable de 1990, vi cuando mi madre y todo el barrio fue a darle el pésame cuando sollozante, su hija Simeona y los demás, lloramos la partida de mi viejita linda, quien se fue sin siquiera contarnos su última aventura.