De nuevo la opinión pública se preocupa por el financiamiento público de los partidos políticos. Una parte importante de los opinadores, muchos de los cuales antes celebraron la arbitraria reducción administrativa de la asignación de fondos estatales a los partidos en plena campaña electoral este año, ahora festejan la propuesta de la reducción o, lo que es mucho peor, la total eliminación del financiamiento público a los partidos.
¿Qué es lo que pasa aquí? No perdamos el tiempo alegando que este financiamiento es el precio de la democracia ni que se debe reforzar la transparencia en el uso de los fondos por parte de los partidos, fijar topes al gasto electoral y dotar de dientes a la ley electoral para que la Junta Central Electoral tenga una sólida potestad sancionadora administrativa que permita una mejor fiscalización de este gasto. No. Vayamos directo a lo que está detrás de -y lo que mueve- estas estrambóticas propuestas: el prejuicio de la antipolítica.
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Este es más viejo que el racá. Se remonta a los inicios del siglo pasado cuando los más ilustres de nuestros intelectuales, alimentados del elitismo del Ariel de Rodó, abogaban por acabar con los “partidos personales” róbalo todo y promovían el acceso al poder de una minoría, constituida en “aristocracia del espíritu”, que asumiese la “alta dirección moral” de la nación. Esa alta dirección moral la asumiría en 1930 el sanguinario déspota Trujillo y su Partido Dominicano, sustituyendo así al antiguo y denigrado caudillismo.
El sujeto reaccionario que encabeza la antipolítica son quienes tildan a los partidos y políticos profesionales de esencialmente malos y corruptos; que aborrece, con su adanismo, honestismo y narcisismo político arrásalo todo, el indispensable, razonable y parcial consenso político democrático; y que concibe la política bajo la lógica populista y antagónica de los buenos contra los malos y los serios contra los sinvergüenzas, en contraste con nuestras democracias imperfectas, “tristes, aburridas y grises”, que son, como decía Adam Michnik, “una mezcla de pecado, santidad y tejemanejes”.
Ya la antipolítica condujo a la eliminación de las elecciones separadas, fortaleciendo el presidencialismo vía el arrastre electoral que anula la independencia del Congreso y el poder municipal, al tiempo que disminuyó la representación popular de los diputados. Hasta ahora no se le ha ocurrido a nadie sencillamente eliminar las elecciones. Pero no sobreestimemos nuestra capacidad de resistir los embates de ese baile de San Vito del siglo XXI que es esa agitación intensa que sacude naciones enteras cuando caen presas de locuras temporales tales como el populismo antipolítico.
La antipolítica llevó a Chávez y Fujimori al poder. Solo un sistema electoral, mal que bien competitivo y de partidos como el nuestro, asegura tanto la democracia como el Estado de derecho. ¡Estemos atentos! La República Dominicana ha sido un oasis democrático en nuestra América gracias a los partidos y a un liderazgo democrático responsable. Si no entendemos esto, asumiendo las tareas que esto implica, más dura será la caída y el regreso a los tiempos oscuros del autoritarismo. ¡Y ojo!: en estos agrestes lares nuestros, regidos por el sino histórico del “cuartel” (F. Henríquez Gratereaux) y del “pensamiento militar” (José Carlos Nazario), los inviernos dictatoriales son muy largos y fríos y solo terminan, tras muchos asesinatos y víctimas, a fuego limpio.