Los primeros indicios de la memoria de mi niñez se remontan a principios de la década de los años cincuenta del pasado siglo XX. La fantasía llenaba el vacío que la adultez se encargaría de completar con dulces y amargas realidades. Montados en tallos de madera de unos cuatro pies de largo y cerca de dos pulgadas de diámetro, los cuales representaban caballos, hermanos y primos para echar carreras durante los fines de semanas. Mi montura la bauticé con el nombre de Bucéfalo y uno de mis primos nombraba el suyo como Rocinante. Esos sustantivos eran hijos de los relatos con que la abuela paterna solía entretenernos en la antesala del descanso nocturno. Don Quijote De La Mancha y Las Mil y Una Noches fueron dos libros narrados por completo, seguidos de las historias de Siño Ambrosio y los cuentos de Juan Bobo y Pedro Animal. Nuestro hogar estaba ubicado en el llano, en tanto que la casa de la madre de mi padre se ubicaba en la loma a unos seiscientos metros de distancia que se sentían cuando subíamos cual si fuera más de un kilómetro. El cauce del río Pérez separaba la loma del llano. Quien suscribe y sus dos hermanos de entonces esperábamos la caída del atardecer para arrancar en nuestros potros de madera rumbo a la casa de la abuela Yaya. Al regreso bajábamos alumbrados mediante la combustión de tallos secos del fruto de las palmeras. Como jinetes vivíamos los personajes de nuestras monturas. Me sentía Alejandro Magno andando el Asia Menor, en tanto que mi primo se hacía el loco lanzando ataques con un garrote.
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Espanta leer los titulares de las noticias de finales del siglo XX y las que van de siglo XXI relativo al Oriente cercano, Irak, Israel, Palestina, Líbano y Siria, donde nos enteramos y vemos las imágenes horrorosas de niños, ancianos, hombres y mujeres muertos violentamente, así como la destrucción masiva de viviendas, hospitales, escuelas, fábricas, puentes y carreteras.
Aflora a mi mente la figura del artista y escritor alemán Gunter Grass, Premio Nobel de Literatura, quien en 1959 publicara la novela El tambor de hojalata. Si pudiera volver la vida al pasado, al igual que el personaje Oscar del relato, preferiría detener mi mente en aquellos tiempos de infancia donde terminada la Segunda Mundial y creada la Organización de las Naciones Unidas viviríamos por siempre en un mundo nuevo libre de guerras, de hambre y de injusticia.
¿De qué ha servido para el mundo la epopeya de la Revolución Francesa con sus consignas de “Libertad, Igualdad, Fraternidad”? ¿Cuál es el valor presente de los principios de la Revolución Rusa de “Paz, tierra y pan”?
¿Acaso hemos de volvernos sordos, ciegos y mudos para no morir prematuramente a causa de esta creciente violencia que asfixia?
¿Es inevitable una tercera guerra mundial? ¿Estamos ya inmersos en un conflicto bélico de enormes dimensiones? Preguntémosle a los pueblos judíos y palestinos, a los libaneses, sirios, rusos, ucranianos y haitianos.
Nada humano me es ajeno, enunció Terencio 165 años antes de la Era Cristiana.
Fue el mismo Cristo quien nos ordenó: ¡Amarás a tu prójimo como a ti mismo!