A mis cinco años, tuve mi primera comadre. Fui madrina de una muñeca grande que los Reyes Magos le habían dejado a Luz, una amiga de mi infancia de la que jamás volví a saber. Su familia fue desalojada de su vivienda y de todas sus propiedades, adquiridas con mucho esfuerzo por su padre, quien también había heredado una gran finca que le dejó su progenitor.
El papá de mi comadre había participado en una riña donde resultó muerto un hombre de la comunidad. Le atribuyeron la muerte y, como sus propiedades eran codiciadas, allegados al régimen de Trujillo encontraron en las pertenencias de esa familia una especie de piñata.
Los guardias del régimen desalojaron a la familia de una forma humillante. Habían vivido siempre con una alta dignidad; quedaron todos desamparados. Las muchachas, unas cinco grandes y dos pequeñas —entre ellas mi comadre—, tuvieron que ir a la ciudad a trabajar en casas de familia. Algunas lograron trabajar en tiendas, pero una familia funcional, con todas sus necesidades cubiertas, quedó sin nada.
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Recuerdo a mi abuela y a mi madre llorar de impotencia por no poder hacer nada y con el temor de que «la guardia» tomara represalias contra quienes osaran, al menos, expresar indignación por lo sucedido. La pena de mi familia me fue transferida, y cuando pasábamos por la casa, sentía una gran tristeza.
Como expresé al principio, nunca más supe de esa familia; la última información la escuché de mi padre: los familiares habían recuperado algo después de la muerte de Trujillo.
Traigo este tema porque más de quince mil familias están amenazadas con ser desalojadas en varios puntos del país; otras ya están en la calle. Lo peor de los desalojos es que los cuerpos de seguridad del Estado son utilizados para ejecutarlos, y no tienen la menor compasión por las familias afectadas: les destruyen su dignidad, sus enseres adquiridos con mucho esfuerzo y, llenos de desesperanza, ingresan al ejército de personas sin hogar.
Varias organizaciones, entre ellas la Comisión Nacional por los Derechos Humanos, han solicitado al presidente de la República que declare de utilidad pública los asentamientos de miles de personas en 31 barrios de la capital y otros lugares del territorio nacional.
Hay familias que llevan hasta 20 años en esos lugares y viven en pura zozobra por las amenazas de personas que, con supuestos títulos de propiedad, intimidan a las familias.
El derecho a la vivienda está contemplado en el artículo 59 de la Constitución; sin embargo, pese a las enormes torres y construcciones en el perímetro central de la capital, tenemos un gran déficit habitacional que crece cada año entre 50 y 60 mil viviendas. Hay familias desalojadas de lugares donde han residido durante años, y otras están amenazadas con la misma suerte.
Ahora que se habla de pactos para muchas cosas, pienso en el derecho que tienen las familias de vivir bajo un techo digno y seguro, algo que les niega el esquema de desigualdad en el que vivimos- amerita también que haya un pacto contra los desalojos-. Seremos mejores seres humanos si asumimos la compasión y la solidaridad como valores, y cumplimos así con el derecho constitucional de garantizar la vivienda digna que proclama la Carta Magna.