El tema no es nuevo, pero cada vez es más importante plantearlo. El campo se nos queda vacío, con apenas el 17% de la población del país. En 60 años ha habido una emigración arropadora campo-ciudad. Múltiples razones explican este fenómeno, pero quienes ahora se refirieron al mismo resaltaron las precarias condiciones de vida reinantes en el campo dominicano. Esta es una afirmación muy cierta y data de muchos, muchos años. El campo es el gran discriminado en la oferta de servicios públicos. Brillan por su falta de calidad las escuelas, las clínicas y hospitales, el agua potable y el transporte, principalmente. Este cuadro y las desventajas económicas en que se desenvuelven las actividades agropecuarias empujan a los habitantes de las zonas rurales a buscar las ciudades donde mejor puedan acomodarse y donde la calidad de su vida sea distinta. Otros saltan hacia el extranjero. Lo más lamentable de esta situación es que no se advierte hoy, como tampoco se advirtió en el pasado, la más mínima intención de los hacedores de políticas públicas para que sea diferente. Sin embargo, ahora más que nunca el campo dominicano es un activo muy necesario, útil y estratégico. Porque solo el campo puede garantizar la seguridad alimentaria y solo el campo puede darnos un recurso tan imprescindible como el agua.
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La respuesta válida para que en el futuro cercano este panorama no empeore –ya dependemos de mano de obra extranjera—va en dos líneas de acción. Por un lado, mejorar las condiciones de vida de ese 17% de la población que reside en nuestra zona rural. Y por el otro, tecnificando las labores agropecuarias para que la productividad sea capaz de suplir los alimentos domésticos, incluyendo en esta partida el sector turístico, y los que vayan al exterior. Estas son tareas que si no se hacen ahora, con la urgencia necesaria, pronto lo estaremos lamentando.