Desde 1982 a la fecha, los gobiernos que han dirigido el país han sido más urbanos que rurales. Es decir, desde entonces el campo ha dejado de ser el centro de las políticas públicas para ser convertido en una especie de dispositivo auxiliar del crecimiento económico.
Oficialmente, en 1981 la República Dominicana dejó de tener una demografía rural. Este es un hecho que trasciende el factor poblacional, porque la cultura misma inicia un camino diferente y también las políticas gubernamentales.
Mírense las estadísticas del sector agropecuario y de las inversiones públicas del Gobierno y nos daremos cuenta como el campo va perdiendo peso en cada uno de esos renglones.
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Hoy, el campo no es una prioridad para el Gobierno. Tampoco para el sector privado y para la llamada sociedad civil. Sin embargo, el campo es el responsable de producir y suministrar a la población urbana los elementos básicos de su alimentación. Esta población está constituida por los 10 u 11 millones de dominicanos residentes, más los seis o siete millones integrantes de una población turística en aumento y la creciente inmigración que llega de distintos puntos, principalmente de Haití.
El campo dominicano, pues, es hoy en día tan importante y tan estratégico como lo fue cuando éramos una sociedad eminentemente agrícola.
¿Qué necesitamos, entonces? Necesitamos que nuestros gobiernos miren el campo sin dejar de mirar la ciudad; que el campo sea modernizado en todo el sentido de la palabra, tanto en las técnicas de producción como en la mejoría de la calidad de vida de quienes trabajan la tierra.
Regresemos a la producción de azúcar y al fomento del café, cacao, vegetales, carnes animales, lácteos, frutales y muchos otros renglones.
Estemos claros, sin el campo no hay soberanía alimentaria. La economía agropecuaria no es incompatible con el turismo, con la industria y los servicios.