Nietzsche y su teoría estética

Nietzsche y su teoría estética

Friedrich Nietzsche

Nietzsche fue probablemente el mejor estilista de prosa de Alemania, también fue uno de los filósofos modernos más profundos e influyentes, además de músico y poeta. Se entregó con pasión a la temática del arte y aunque en todas sus obras dejó huella de sus reflexiones, se centran en: “El nacimiento de la tragedia” y en el “Crepúsculo de los ídolos”. En el primero, profundizó en el hecho de que uno puede afirmar la vida como sublime, bella y alegre a pesar de todo sufrimiento y crueldad. De la Biblioteca Digital del Minerd Dominicana Lee he recuperado el texto original del segundo en el que Nietzsche dejó plasmado que «Para que haya arte, para que haya algún hacer y contemplar estéticos, resulta indispensable una condición fisiológica previa: la embriaguez.

La embriaguez tiene que haber intensificado primero la excitabilidad de la máquina entera: antes de esto no se da arte ninguno» (Nietzsche, 1889, §8). Más adelante, explica qué se refiere a «la embriaguez de la voluntad, la embriaguez de una voluntad sobrecargada y henchida». Lo esencial de la embriaguez es el sentimiento de plenitud y de intensificación de las fuerzas. Revisemos sus principales ideas sobre el arte y la experiencia estética…

Friedrich Nietzsche defiende como su tesis central que la experiencia estética es esencialmente una experiencia de conocimiento, de un tipo de saber que da acceso a la verdad y así expresa:
“…el arte avanza entonces como un dios salvador que trae el bálsamo saludable: solo él tiene el poder de transmutar ese hastío de lo que hay de horrible y absurdo en la existencia, en imágenes que ayudan a soportar la vida” (Nietzsche, 1994)

Explica que el arte da un nuevo orden, una búsqueda del fondo que en última instancia sirve como fuente instauradora de valores. Es lo estimulante, lo que excita e intensifica la vida, hasta el punto de querer hacerla permanecer.

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El arte permite una nueva redefinición de la vida: a través de él, el valor de la vida ha cambiado. También aquí la voluntad de poder funciona como un método para suprimir el engaño en la experiencia del ente: la vida y el arte son estructuras de la voluntad de poder. Esta voluntad de poder no es una ley o una sustancia absoluta, sino que queda expresada en nuestra vida como fuerza, como tensionalidad: se sitúa como una autoafirmación y, a la vez, como ambición de ir más allá de la propia esencia del sí mismo.

Expresa que el impulso creativo vital del arte no se detiene, sino que se acrecienta con cada nuevo arreglo de la realidad. En él domina la creación incesante, la diversidad y la riqueza de formas, la exuberancia y multiplicidad de figuras. En este estado uno enriquece todas las cosas con su propia plenitud: lo que uno ve, lo que uno quiere, lo ve henchido, fuerte, sobrecargado de energía. El hombre de ese estado transforma las cosas hasta que ellas reflejan el poder de él «hasta que son reflejos de la perfección de él. Este tener-que-transformar las cosas en algo perfecto es arte. Incluso todo lo que el hombre de ese estado no es se convierte para él, sin embargo, en un placer en sí; en el arte el hombre se goza a sí mismo como perfección” (Nietzsche, 1984). Lo que en el encuentro con el arte se pone en evidencia no es ya la voluntad de un «Uno primordial» sino la capacidad del individuo de transformar y crear tanto la realidad como a sí mismo. Esta «humanización» del arte no equivale, sin embargo, a una subjetivación del mismo, pues el poder transformador del arte no reside en una voluntad racional autónoma, sino que brota de un estado fisiológico peculiar. Según Nietzsche: “Para que haya arte, para que haya algún hacer y contemplar estéticos, resulta indispensable una condición fisiológica previa: la embriaguez.

La embriaguez tiene que haber intensificado primero la excitabilidad de la máquina entera: antes de eso no se da arte ninguno […] Lo esencial en la embriaguez es el sentimiento de plenitud y de intensificación de las fuerzas. De este sentimiento hacemos partícipes a las cosas, las constreñimos a que tomen de nosotros, las violentamos, «idealizar” es el nombre que se da a ese proceso. (Nietzsche, 1984).

La embriaguez es condición y resultado de la experiencia del arte: ella es el estado fisiológico que hace posible la creación y el disfrute de la obra, y a la vez, esta experiencia con la obra trae como consecuencia una intensificación de dicho estado de embriaguez. Se trata de la experiencia de un individuo transformado por su participación plena en un evento de sentido que desborda su particularidad, y que sin embargo no resulta en una enajenación total, pues va acompañada de un tipo de saber o comprensión intuitiva simbólicamente comunicable. No se trata de un caótico desorden de los sentidos, el aislamiento, la pérdida de toda noción de realidad. Ella es, en efecto, estado fisiológico, instinto y reflejo, pero al tiempo uno que va de la mano de una elevación del rendimiento cognitivo de ciertas capacidades intelectuales: un alto grado de comprensión e intuición, un exceso en los medios de comunicación. Ella brota del cuerpo y sus instintos, de la sensibilidad, pero en todo caso de una «sensibilidad inteligente» (Colli, 1999). Eleva el sentimiento de poderío vital del individuo, pero esto implica tanto un incremento del vigor y la fortaleza animal, como la elevación de las facultades cognoscitivas. Cuerpo y espíritu, animalidad instintiva espontánea y capacidad racional reflexiva resultan de esta manera integradas en la acción y en el efecto de la embriaguez de la que brota el arte y que se intensifica ante el mismo.

La embriaguez estética, en la reflexión tardía de Nietzsche, coloca en primer plano este elemento transformador y creador de la realidad. Aquí el filósofo trata de idealizar las cosas, de configurarlas y recrearlas, de perfeccionarlas según nuestro propio querer, de modelar lo real desde la más íntima plenitud y poderío vital. El arte es conocimiento, la experiencia estética es saber. Primero, el saber del individuo que contempla en una imagen la realidad empírica en sus verdaderas dimensiones ontológicas; luego, el saber intuitivo del que «siente» de manera inmediata su pertenencia al acontecer de la realidad, la necesaria vinculación de su acción con el curso irrefutable de las cosas; y finalmente, y en la cima de esta escala de conocimientos, el saber instintivo e intelectivo, inmediato y a la vez reflexivo, de que aún en medio de estas determinaciones provenientes del orden inevitable de las cosas, tenemos el poder creativo de configurar nuestro mundo y moldearnos a nosotros mismos, según nuestros deseos más genuinos. En la experiencia apolínea el hombre sabe de su realidad, en la experiencia dionisíaca trágica sabe además que él hace parte de esa realidad, en la experiencia de la embriaguez se sabe por fin capaz de transformarla.

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