Nuyol: Luces y sombras

Nuyol: Luces y sombras

A mi hermano Rainer

Paraíso perdido, o infierno. Olor de la ciudad que se encuentra debajo del fregadero de la vieja cocina, antiguas casas, o la entrada del zaguán. Viejo olor de la niñez o juventud que emigra, buscando en cada rincón de la calle, el parque de nuestra única ciudad íntima. Olor que el emigrante olfatea como un preso a la espera de una visita amada, o un poeta del último verso.

Luces y sombras la memoria. “Luces y sombras de la vida Newyorquina”, primer libro que escribiera, en 1880, James McCabe, sobre una pequeña ciudad que de apenas medio millón de habitantes (los cuales se concentraban casi en su totalidad de la calle cuarenta y dos hacia abajo), pasó a ser la más importante metrópolis del mundo.

Hacia finales del siglo, la bella y vampiresca ciudad que hoy conocemos había completado su fase de crecimiento para convertirse en una inmensa, latente y acelerada urbe, con cinco condados y una población (llegada de todas partes del mundo) que ya alcanzaba más de tres millones de habitantes.

El cemento, las vigas, los clavos, el martillo, la soga de los años 1850. Década marcada por el orgullo de los neoyorquinos en su ciudad y el verde hueco que habían logrado conquistarle a los constructores que hoy conocemos como Parque Central. Década en que se inaugura la primera Feria Mundial de la Industria, para la cual se construyó el Palacio de Cristal, y se tendió el primer cable trasatlántico entre New York y Europa.

La clave del éxito de la ciudad parecía estar en su crecimiento incesante y en su extensión hacia el norte, más allá de la calle cuarenta y dos, hasta completar la urbanización de toda la isla de Manhattan, y, en 1868, de la actual ciudad con sus cinco condados.

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Convertida en ciudad líder del comercio, con uno de los mejores puertos y un distrito financiero muy dinámico, New York era también el eje de las artes y los artistas, especialmente de los arquitectos, quienes por primera vez podían desafiar todas las leyes de la gravedad y la dinámica.

Dos maravillas del siglo diecinueve: el Puente de Brooklyn y la Estatua de la Libertad, concluidas ambas en 1880, le ganaron a la ciudad la reputación como primera urbe de Estados Unidos, y como uno de los mitos más admirados a nivel mundial.

Era la ciudad de la Quinta Avenida, los clubes exclusivos como el Coachig Club; Wall Street; los grandes desfiles, como el de la visita del príncipe de Gales (más tarde Eduardo VII), cuando una multitud de trescientos mil personas se reunió en Broadway para darle la bienvenida hasta el Hotel Quinta Avenida, en la calle Veintitrés, y se realizó un desfile de antorchas en su honor, donde participaron cinco mil bomberos voluntarios.

Era el New York de los grandes bailes, cuando para celebrar la visita del príncipe se organizó una fiesta (el 12 de octubre de 1860) donde cuatro mil elegantes neoyorquinos, especialmente seleccionados de entre las familias burguesas, llenaron la Academia de Música y bailaron bajo la luz de las lámparas de gas hasta las cuatro y treinta de la madrugada.

Época en que ejecutaban por la horca los capitanes esclavistas como Nathaniel P. Gordon, capturado por la Marina de los Estados Unidos, viniendo de las costas de África, y de las grandes manifestaciones políticas en el parque Union Square (esquina calle catorce y cuarta avenida), o en el Parque de City Hall, donde se enlistaron ciento diez mil voluntarios para derrotar al Sur, al esclavismo y su modo atrasado de producción.

New York del Este, plasmado en los grandes periódicos y revistas: Noticias Ilustradas, Noticias Ilustradas de Frank Leslie, y el semanario Harper’s (1857), cuya circulación se amplió a cien mil ejemplares mediante la invención de gigantescas prensas activadas al vapor, y donde las gráficas todavía la hacían artistas del grabado en madera, verdaderos “fotógrafos” de la vida de la época, las que hicieron famoso el periodismo ilustrado. Así, las incipientes fotografías de George Rockwood, uno de los fotógrafos neoyorquinos más conocidos del periodo, se esculpían con una gubia en bloques de madera que luego se endosaban a la misma prensa que se usaba para imprimir, hasta que en 1890 comenzaron a inventarse las técnicas de la fotomecánica y esta pudo apoderarse de un terreno que hasta ese momento solo pertenecía a los artistas del grabado.

Los grabadistas son quienes nos permiten, a través de sus imágenes de Nueva York, reunidas por primera vez en 317 grabados del periodo 1850-1890, vislumbrar la cara oculta, las sombras, del otro Nueva York en el libro New York en el Siglo XIX, la ciudad que han heredado los dominicanos.

Oscuridad que subyace. Máquina infernal triturando rostros, voces, huesos, como abono para su otra mitad. Esa, que de reojo, comparamos con la imagen subconsciente, para medirnos frente a la imagen real que nos devuelven el espejo y los otros. Oculto narcisismo de frases altisonantes, fetidez que retrataron los artistas neoyorquinos del grabado, en imágenes llenas de prejuicio, donde un irlandés era siempre un ladrón, un judío un avaro de nariz encorvada y un negro un holgazán dormido. New York de los “rag pickers”, o recogedores de trapos, quienes escarbaban los zafacones muy temprano, ante que los recogedores de basura de las seis de la mañana, o los que barrían las calles, estorbaran su trabajo.

Entonces también había “homeless”, gente sin hogar, en 1874. Gente que dormía en zaguanes, callejones, bajo el puente o en precintos policiales, donde se amontonaban hasta cincuenta hombres en una celda, o en cuartuchos de la calle Greenwich, donde en invierno se podía dormir en habitaciones para veinte y treinta hombres, a diez centavos la noche.

Como en esta ciudad de amor y odio, existía la esclavitud y prostitución infantil, la que surgió por primera vez a la luz pública cuando, en 1870, los neoyorquinos se dieron cuenta del comercio de niños italianos secuestrados y vendidos para la prostitución y la mendicidad. Tanto Harper´s, como los periódicos atacaron vigorosamente esta práctica, que persistió durante todo el siglo. Un grabado de Sol Etynge, titulado “El Corazón Piedra de los Pobres”, reveló la existencia de cientos de niños alrededor de los fogones que abundaban en el Bajo Manhattan

Entre 1860 y 1890 los grabados de W.A. Rogers mostraban las escenas dantescas de los migrantes pobres durmiendo en los techos de unos apartamentos donde apenas tenían aire para respirar. En el barrio de los recogedores de basura (en la calle Mulbery), los hombres y mujeres que vivían en esas cuevas pagaban entre 5 y 6 dólares por alquiler, ganando apenas 50 centavos por día, por 16 horas de trabajo.

En 1880, el fotógrafo Jacob Riis, del New York Sun, comenzó a retratar los barrios marginados para ilustrar una serie de artículos y su libro: “Como la otra mitad vive y muere en Nueva York”. “Mis artículos provocarán la indignación de los justos”, pensó, pero la ciudad, jueza suprema, respondió demoliendo los barrios y creando parques que como el Washington Square, está edificado sobre un cementerio.

Entonces, no había dominicanos a quienes culpar por la miseria del arrabal.