En la línea de las [contra] reformas [in] constitucionales propugnadas por los regímenes populistas ambidextros [próximamente, semi o totalmente] autoritarios de nuestra América, el más reciente y monstruoso espécimen patológico que ha surgido es la reforma constitucional aprobada en fast track por órdenes del dictador Daniel Ortega el pasado 22 de noviembre, con el voto unánime de los 91 diputados de la Asamblea Nacional de Nicaragua y en violación a las normas constitucionales que exigen la escogencia de una asamblea constituyente para efectuar reformas constitucionales totales.
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La reforma de Ortega es una longaniza rellena de barbaries entre las que podemos citar la ampliación del mandato presidencial de cinco a seis años, la grotesca “copresidencia” de la vicepresidencia, la eliminación de la prohibición de censurar a la prensa, la posibilidad de suspender todos los derechos fundamentales en estado de emergencia, la eliminación del respeto a la dignidad humana como principio fundamental del Estado, la degradación de los poderes del Estado a simples órganos públicos y su subordinación a la presidencia, la creación de un cuerpo auxiliar de “policías voluntarios” que en verdad es una fuerza paramilitar para reprimir la oposición, la consagración de la bandera del Frente Sandinista como símbolo patrio, la prohibición del control del Vaticano sobre la Iglesia Católica nicaragüense para promover así una iglesia paralela y la consagración constitucional de la apatridia como mecanismo de represión de la oposición.
¿Cómo clasificar este adefesio constitucional del dictador nicaragüense? Si partimos de la clasificación ontológica de Karl Loewenstein, perfeccionada por Giovanni Sartori, que tipifica las constituciones atendiendo al grado de concordancia de las normas constitucionales con la realidad del proceso del poder, nos encontramos con tres tipos de constituciones: las constituciones normativas (o garantistas o reales), las constituciones nominales (que Loewenstein denomina semánticas) y la pseudoconstitución (o constitución fachada).
La Constitución normativa es aquella que, limitando la arbitrariedad del poder y sometiéndolo al Derecho, es efectivamente vivida por los detentadores y destinatarios del poder, es observada lealmente en la práctica y sus normas dominan todo el proceso político, el cual es adaptado y sometido a las normas constitucionales.
La Constitución nominal es aquella que, en lugar de servir a la limitación del poder, tan solo formaliza la situación política existente en beneficio exclusivo de los detentadores del poder fácticos. Las constituciones nominales, lo son, porque se apropian del “nombre” constitución, ya que son simplemente “constituciones organizativas”, o sea, un conjunto de reglas que organizan, pero no limitan el ejercicio del poder en un Estado.
Las pseudoconstituciones o constituciones fachadas consagran los derechos y libertades de las constituciones normativas, pero éstos son letra muerta pues no se aplican ni respetan en la práctica. Estas toman la apariencia de verdaderas constituciones, pero son, en realidad, constituciones fachadas, constituciones trampa. Las constituciones de la Era de Trujillo son en este sentido pseudoconstituciones, simple “parodia constitucional”, como bien estableció Jesús de Galíndez.
La de Ortega es una Constitución nominal pues simplemente organiza el poder político existente sin limitarlo ni controlarlo. Busca así el dictador legitimar las violaciones constitucionales y de derechos que, con una Constitución normativa, se considerarían inconstitucionales. Sin embargo, esto no constituye cobertura jurídica para Ortega y sus secuaces pues esa Constitución es inconvencional, en tanto vulnera manifiestamente la Convención Americana sobre Derechos Humanos