Jesús
Ha nacido el redentor
Jesús vino a un mundo estratificado, donde la pobreza era consecuencia política y la religión funcionaba, muchas veces, como mecanismo de control.

Imagen de referencia del nacimiento de Jesús
Ha nacido el redentor, pero no uno neutro ni desprovisto de conflicto. Nació en territorio ocupado, bajo el peso de un imperio que administraba la vida y la muerte a través de impuestos, castigos ejemplares y una desigualdad sostenida por la ley.
Jesús vino a un mundo estratificado, donde la pobreza era consecuencia política y la religión funcionaba, muchas veces, como mecanismo de control.
Desde el inicio, su historia confronta. Nace fuera de casa, sin lugar en la posada (Lucas 2:7), en una sociedad donde el linaje y la pureza determinaban el valor de la vida.
Crece en una región despreciada. “¿Puede salir algo bueno de Nazaret?” (Juan 1:46) es una pregunta cargada de prejuicio social. Nazaret era periferia. Y desde la periferia habló Jesús.
Entendió el poder y lo confrontó. Caminó con campesinos empobrecidos, con las personas enfermas y apartadas por razones religiosas, con mujeres expulsadas del espacio público, con cobradores de impuestos odiados porque encarnaban la maquinaria imperial.
Con todas esas personas compartió su mesa. En su tiempo, eso no era cortesía, sino reconocimiento, pertenencia y dignidad. “Los publicanos y pecadores se sentaban a la mesa con Jesús” (Mateo 9:10). Ese gesto trastocaba el orden social.
Protegió a las mujeres, no desde la condescendencia, sino devolviéndoles humanidad. Cuando una fue llevada para ser apedreada, Jesús expuso la violencia que las rodeaba. “El que de ustedes esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Juan 8:7). No salvó solo a una mujer, sino que dejó al descubierto un sistema que castigaba a unas y absolvía a otros.
Cuestionaba directamente a la estructura de dominación. Los fariseos representaban una religión alineada con la normalidad impuesta, cómoda con la desigualdad siempre que se cumpliera el ritual mandatorio. Por eso los llamó “sepulcros blanqueados” (Mateo 23:27): correctos por fuera, vacíos de compasión por dentro.
No hubo ambigüedad cuando reclamó: “Atan cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los demás, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas” (Mateo 23:4). Con esas palabras señalaba a los fariseos, custodios de la ley, quienes habían convertido la norma en instrumento de control moral y usando la fe para separar y preservar prerrogativas.
Su equivalente hoy quizá no vista túnicas, pero se reconoce en quienes usan la moral para juzgar sin mirar contextos, en quienes se amparan en la norma para negar derechos y en quienes hablan de valores mientras sostienen sistemas que expulsan, empobrecen o silencian. Aparece en el discurso que exige sacrificios ajenos, que responsabiliza a las víctimas de su exclusión y que llama “orden” a la injusticia.
Jesús eligió otro camino. “Misericordia quiero, y no sacrificios” (Mateo 9:13). Prefirió sanar en sábado antes que obedecer una norma que ignoraba el dolor humano (Marcos 3:1-5). Colocó a la persona por encima del precepto. La vida por encima de la regla.
Reaccionó con furia ante una religión aliada del poder, donde lo sagrado se administraba como privilegio y la fe funcionaba como fuente de recaudación. Volcó mesas, expulsó mercaderes, denunció el uso del templo como negocio. “Mi casa será casa de oración, pero ustedes la han convertido en cueva de ladrones” (Mateo 21:13).
Jesús no murió por predicar bondad abstracta. Murió por cuestionar y desestabilizar estructuras. Por anunciar un Reino donde los últimos serían los primeros (Mateo 20:16). Por afirmar que la dignidad no es moneda de cambio. Por insistir en que toda vida vale, especialmente aquellas sistemáticamente excluidas.
Celebrar su nacimiento sin este contexto es neutralizarlo, convertirlo en adorno y vaciarlo de sentido. Es domesticar su figura hasta volverla inofensiva y olvidar que fue ejecutado por desafiar un aparato religioso y político que se decía justo.
Jesús no reclama luces ni solemnidades. Exige memoria activa y una coherencia que incomode, visible en cómo elegimos estar o no del lado de la justicia, a quiénes protegemos con nuestras normas y a quiénes dejamos fuera, escudados tras la “corrección”.
Honrarlo no es repetir su nombre; es negarnos a ser fariseos de nuestro tiempo.