El anuncio de las autoridades penitenciarias de que confiscaron 12 antenas de internet satelital en la cárcel de La Victoria vuelve a poner sobre la mesa del debate público, por enésima ocasión, la situación de ese recinto penitenciario, donde los presos disponen de todas las facilidades tecnológicas necesarias para seguir delinquiendo, con la evidente complicidad –no hay otra manera de decirlo– de personal a cargo de su custodia.

Es por eso que llamar clandestina a la red que operaba desde esa cárcel, a través de la cual se cometían estafas y otros delitos, es casi una burla, ya que instalar doce parábolas y siete repetidoras en el techo de un recinto fuertemente custodiado por policías y militares no es algo que puede hacerse sin que alguien lo vea o lo “autorice”.

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No es la primera vez que ocurre y, con toda seguridad, tampoco será la última, pues todo indica que la intervención de las autoridades penitenciarias se limitará a desmantelar los equipos y hacer que sus dueños pierdan un buen negocio y la inversión que hicieron para echarlo adelante, pero estos solo tendrán que esperar a que las cosas se enfríen y se olviden para volver a instalarlo y continuar con sus fechorías.

Nada le ocurrirá a los que montaron esa red satelital, como nada les pasó a los que el año pasado crearon una especie de call center para ofrecerle servicio a los reclusos, ni tampoco a quienes permitieron su instalación y operación a cambio –se presume– de un porcentaje de las ganancias. Así funciona, desde hace mucho tiempo, La Victoria, y así continuará funcionando mientras la respuesta de las autoridades sea tan tibia.

Y todo el mundo lo sabe, pero nadie hace nada para cambiar esa realidad. Para evitar que los presos de ese recinto, a donde fueron llevados para proteger a la sociedad de su comportamiento antisocial, continúen delinquiendo para su propio beneficio y el de sus socios y cómplices, a los que –y eso es lo que irrita e indigna– pagamos con el dinero de nuestros impuestos.