Cuando se es enseñante, e incluso si no se lo es, no hay que meter ideas raras en la cabeza de los jóvenes, salvo esta sola: la de aprender a pensar con cabeza propia.
No es justo echarle la culpa de todo a nuestra época y hablar de ella como la peor de todas, como tampoco lo es celebrarla como la más maravillosa de cuantas ha habido solo porque es la nuestra. Sin embargo, cuesta hallar otra época tan dada a la complacencia con la mediocridad como esta. Piénsese en esto de hacer creer, de convencer a todo el mundo de que está de moda ser estúpido y vulgar, chabacano e inculto; eso de no leer, de no estudiar, de no pensar. La celebración casi unánime de la estupidez, de la vulgaridad y la chabacanería, de la incultura, llega al colmo del culto. Y en lugar de provocar vergüenza, como antes, ahora provoca orgullo.
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Cuando se explota más el aspecto emocional de la gente que el reflexivo se bloquea toda posibilidad de análisis racional y sentido crítico. A la gente se la manipula sutil o burdamente para que sienta, piense y actúe de tal o cual forma, conforme a intereses creados. La noticia y la opinión son algo que se fabrica como cualquier otro producto de consumo. Y en el inconsciente se generan opiniones, emociones, deseos, miedos y temores. La manipulación mediática es hoy tan buena que alcanza la categoría suprema de obra de arte.
Lo que aceptamos como normal y habitual no es tan natural como creemos. Así, por ejemplo, una tragedia o un crimen individual frente a una desgracia colectiva como lo es la muerte en masa de decenas, cientos o miles de personas. Sentimos más.
Todo cuanto hoy funciona en el mundo real lo hace bajo una estricta lógica de control y dominio del pensamiento y la acción. Todo cuanto hoy obra se somete al criterio de lo útil y lo conveniente, de lo eficaz. Que celebren gozosos los pragmáticos: por fin y universalmente, la eficacia se ha vuelto el criterio último de la verdad.