“Delgado, narigón y taciturno”: así lo pintó Luis Alberto Sánchez al hablar de sus mocedades, y también caracterizó muy bien su voz al definirla como monótona y cavernosa, “de bonzo en día de fiesta”. Voz que se alarga, que se arrastra y nos envuelve con su lentitud geológica, que nos ahoga con sus pasiones minerales y sus iracundos arrebatos, que termina por cercarnos con su mar de raíces envolventes. Qué poco conocemos a Neruda, con su tono monocorde y su haz de relámpagos certeros.
Siempre vuelve, una y otra vez, a ese Sur que lo vio nacer, a esos rebeldes araucanos y a ese padre ferrocarrilero que no amaba demasiado la poesía pero que tampoco soportaba comer solo e invitaba a quienquiera que pasase por la calle. De ese vaivén incesante está hecha su obra. Y su figura.
El sombrío murciélago romántico de la adolescencia y el sagaz lector que recurría a Gabriela Mistral para conocer a los novelistas rusos. El provinciano que arribaba a la capital para ser profesor de francés, pero en realidad para leer a Víctor Hugo, Rimbaud, Lautréamont y Baudelaire, a quienes siempre retornaría, hasta el fin.
Fue siempre un poeta hambriento de cosas, de chécheres y frascos, de amigos y mascarones de proa. Pero también un solitario inerme y estremecido que conoció el exilio, el silencio y la astucia.
En Oriente aprendió a callar, y de allí surgiría ese oscuro terremoto submarino que fue “Residencia en la tierra”(1925-1935). El poeta, feliz con su dolor de “Me gusta cuando callas porque estás como ausente”, ya aureolado por el reconocimiento inmediato de sus “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” (1923-1924), se distanció de su gloria, de la crapulosa bohemia local, y exploró, en sí mismo, las vetas de lo que muere, se desgasta y agoniza: el ser humano.
“Sucede que me canso de ser hombre”.
Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra…”
Y en ese trance visionario previó el asesinato de su entrañable Federico García Lorca y la sangre que aún corre por las calles de Madrid. Se transformó entonces en un poeta militante que siempre amó a Quevedo y que mandó al general Franco a los infiernos con palabras que aún deben dolerle:
Cantó entonces a la Unión Soviética y al padrecito Stalin, y sus amigos más cercanos parecieron darle la razón en ese compromiso político. Alberti, Aragón, Éluard, Asturias. Fabricó entonces una mala poesía de propaganda y llegó a ser elegido senador por el Partido Comunista chileno y por los mineros del salitre y el cobre. Sólo que el porvenir de banderas rojas se clausuró muy pronto: González Videla, el traidor, lo obligó a dejarse la barba y a andar clandestino por su Chile secreto.
Irónicamente, habría de agradecerle la motivación para ese exuberante “Canto general”(1938-1949) donde toda América queda resumida en una enciclopedia en verso, desde Machu Picchu ya proverbial hasta la intuición desnuda con que este poeta único se compenetra con otros seres, llámense Hernando de Magallanes, Francisco de Miranda o Simón Bolívar:
“Bolívar construía un sueño,
una ignorada dimensión, un fuego
de velocidad duradera
tan incomunicable, que lo hacía
prisionero, entregado a su sustancia”.
He aquí “El general en su laberinto”. Ya Neruda lo había dicho todo.
Descansó e hizo turismo, según Cobo Borda, “a costa del internacionalismo proletario de entonces, y ahora me divierte comprobar, gracias a la magnífica edición de Galaxia Gutenberg, en cinco volúmenes, de sus Obras completas, muy cuidada por el colombiano Nicanor Vélez, que el incorregible enamorado que era Neruda planeó y usó las reiteradas invitaciones, regalías y premios de los países socialistas para programar sus adúlteros encuentros clandestinos con Matilde Urrutia. De allí Los versos del capitán (1951-1952). De allí el libro, la obra de teatro y la película que hicieron famoso a Antonio Skármeta: El cartero de Neruda”.
Pero la bonhomía de este poeta, trabajador incansable, verso a verso, vino a vino, no lograba apaciguar su lucidez descarnada: “Escribo para el pueblo, aunque no pueda leer mi poesía con sus ojos rurales”. Por ello se permitía el juego revelador de su “Estravagario” (1958), donde el disparate revelaba el absurdo de las cosas, incluidos, por supuesto, la política y el irónico paso de los años, con su caída de máscaras.
La mezquina e injusta carta abierta de los intelectuales cubanos en contra de Neruda, tan admirador siempre de Walt Whitman, por haber visitado Estados Unidos y leído sus poemas bien podía mostrar, a partir de 1966, los duros años de lucha que aún le aguardaban. Encabezada por Nicolás Guillén y urdida, con la aquiescencia de Fidel Castro, por Roberto Fernández Retamar, bien supo Neruda que toda ella era una maniobra a costa suya para cuestionar al Partido Comunista chileno. Eran los eufóricos años de la revolución en marcha y la guerra de guerrillas. El Neruda pionero de la defensa de la Revolución Cubana con su “Canción de gesta”(1958-1968) se limitó a consignar más tarde en sus memorias: “A Retamar sí lo conocí. En la Habana y en París me persiguió asiduamente con su adulación. Me decía que había publicado incesantes prólogos y artículos laudatorios sobre mis obras. La verdad es que nunca lo consideré un valor, sino uno más entre los arribistas políticos y literarios de nuestra época”.
Neruda siguió adelante. Vio la invasión rusa a Checoslovaquia y la erección del Muro de Berlín y aceptó ser candidato a la presidencia de Chile para, luego de lograr la unidad de la izquierda, cederle el paso a su amigo de tantos años Salvador Allende, defender en París, como embajador, la nacionalización del cobre, pelear por la deuda externa, ganar en 1971 el Nobel y enamorarse, siempre inmaduro, siempre poeta de una parienta de su mujer y escribirle, arrebatado y último, versos incandescentes como estos de “La espada encendida” (1969-1970):
“Ven a quemarme y dividirme.
Ven a no continuarme, a mi extravío.
Ven, oh amor, a no amarme, a destruirme.
Para que encadenemos la desdicha
Con la felicidad exterminada.”
Desde el cielo material donde aún huele a las muchachas, abre las puertas y dispone la mesa para el banquete inagotable de su poesía. Allí nos aguarda, recio y afable. Han pasado más de cien años desde el 12 de julio de 1904, y Neruda nace cada día, pletórico de hojas verdes arrancadas a sus cuadernos de escolar rebelde.
Destruyeron su casa, rasgaron los cuadros, quemaron sus libros: Franco había resucitado en Pinochet. Neruda murió en 1973.