En la antigüedad romana se conservaba celosamente la Embarcación de Teseo, aquella con la cual el héroe del mito era retornado desde Creta después de haber derrotado al minotauro: mientras la madera antigua se deterioraba, nuevas tablas sustituían las viejas arruinadas, algunos dicen que es la misma embarcación, otros dicen que no lo es, la embarcación visible y tangible cambia, poco a poco, mientras las tablas vienen sustituidas, pero queda la misma embarcación, si cada tabla nueva es idéntica a la que sustituye y no cambia la intangible forma del conjunto. Es la paradoja de la conservación según el modelo “oriental” ejemplificado mejor en el Santuario dinástico de Ise-jingu en Japón (considerado uno de los lugares más sagrados de Japón), que desde el siglo VII viene ritualmente demolido y reedificado exactamente como es cada 20 años, cada vez salvando una sola columna (siempre diferente) de la construcción precedente, quiere decir que el templo más antiguo y venerado de Japón no tiene más de 20 años. El lugar donde está ubicado el santuario se caracteriza por áreas bien definidas, una ocupada por el santuario en función y al lado un espacio vacío donde se construirá el nuevo templo, clara expresión de un equilibrio entre lleno y vacío, entre continuidad y discontinuidad, que refleja la perspectiva shintoista de la perpetua renovación de la naturaleza y de los hombres, la acción tiene además la función de transmitir las técnicas constructivas de una generación a otra. En la cultura japonesa (pero también la china, la indiana, etc.) la marca de “autenticidad” no depende de la materialidad de un objeto o de un edificio, sino más bien de su “verdad formal”.
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La estación de combustibles de los arquitectos Manuel Gautier/Erwin Cott, en la avenida Máximo Gómez de Santo Domingo (ejemplo importante del estilo arquitectónico de su época), fue demolida para luego reconstruir una nueva estación. Ni la forma ni los materiales son iguales, pero, si, la relación con las personas que se abastecen de combustible, esto basta para poder decir que se trata de la misma estación. Podemos decir que lo son, basándonos en una “verdad funcional”. Lo mismo que se dice de un hombre o de un edificio se puede decir de las ciudades.
Plutarco en “Los dioses castigan tarde”, escribía: una ciudad es un todo único y continuo, es como un ser viviente, no cambia de naturaleza con los cambios de la edad ni se transforma en otra cosa con el pasar del tiempo, al contrario, la ciudad conserva el mismo espíritu y es siempre fiel a sí misma, al menos hasta que la comunidad conserve su propia unidad.
No tiene sentido distinguir varias ciudades al interior de la misma según va pasando el tiempo, sería más o menos pensar que un hombre es diferente durante la infancia, la juventud y la vejez.
Aspecto tangible y forma inmaterial cambian juntos, quedando iguales a sí misma, sea en un templo japonés, sea en la estación de Gautier/Cott. La ciudad conserva su alma, su continuidad, hasta que la comunidad que la habita se reconoce como herede de sí misma.
La paradoja de la conservación, como sostiene el histórico de arte Salvatore Settis, es que nada se conserva y nada se transmite si permanece inmóvil y estancado, lo mismo vale para la tradición, siempre en continua renovación y si este incesante movimiento se debe detener del todo, el precio sería altísimo: la muerte. Renovarse no quiere decir auto-destruirse: no fue conservación ni tradición, el final de la ciudad de Cartagine (destruida totalmente por Roma en el 146 a. C.) o aquella de Tenochtitlan (capital de los Aztecas que los conquistadores españoles destruyeron en 1521 para luego construir sobre sus ruinas la Ciudad de México).
No hay metáfora más apropiada que la escrita por Plutarco: la ciudad como organismo viviente, que, aunque creciendo mutando, queda siempre ella misma. Hoy diríamos “un código genético inscrito en su misma historia” en la unicidad de su “forma urbis”. El alma de la ciudad, la “ciudad invisible” que se manifiesta a través la forma visible, es en este equilibrio entre permanencia y mutación, en la relación entre la ciudad y los ciudadanos.
Nada más inútil de la falsa contraposición entre “conservadores” y “innovadores”, una letanía en la discusión pública de nuestro tiempo, cargada de superficialidad e ignorancia.
Frecuentemente aparece alguno que, autodenominándose “paladino de la innovación”, ataca fuertemente los conservadores estrictos, acusándolos de ser contrarios al mínimo cambio, soñadores de un mundo imposible, en el cual paisajes, ciudades, monumentos, se puedan abandonar, condenándolos a un sueño perpetuo.
Pero la memoria histórica de nuestras ciudades no es pasiva, exige movimiento, no podemos embalsamar la ciudad, sino más bien renovar con respeto su vitalidad, una vida en movimiento, que respete el código genético de las ciudades y favorezca un crecimiento armónico y no su destrucción, que injerte delicadamente nuevas arquitecturas o recomponga las antiguas, evitando por todos los medios de violentar brutalmente la forma y el alma.
La acusación de inmovilidad contra los ultra-conservadores, viene siempre de algunos que quieren favorecer intervenciones indiscriminadas, siendo muchas veces cómplices de grandes devastaciones. Para que sea posible para nuestras ciudades el “discurso del crecimiento” (como lo llamaban los filósofos griegos), es necesario reflexionar sobre su ADN, pero, además de una adecuada poética del “re-uso”.
Se hubiera salvado, por ejemplo, el edificio sede del Partido Dominicano, obra del Ing. Arq. Gazón Bona del 1942, si no se hubiera re-utilizado como sede del Conservatorio Nacional de Música, luego, sede del Ministerio de Turismo, y, hoy sede del Ministerio de Cultura. (?).Otro ejemplo, de la misma década, el Castillo del Cerro (1947) del mismo arquitecto Gazón Bona, con mural de Vela Zanetti, se hubiera recuperado y mantenido si no se re-utilizaba como sede de la Escuela Nacional Penitenciaria de la Procuraduría General de la Republica (?), etc.
En los últimos años se ha puesto de moda hablar de “destrucción creativa”, como escribe David Harvey en su libro, Rebel Cities from the Right to the City to the Urban Revolution (2012), clasifica las radicales restructuraciones urbanas realizadas en detrimento de trabajadores de bajos ingresos. Harvey usa como ejemplo la demolición de los barrios pobres en París durante el Gobierno de Napoleón III.
La demolición de la inmensa Basílica Constantiniana de San Pedro (construida por el emperador Constantino en el año 333, demolida en 1603), para sustituirla con una nueva Iglesia-símbolo del primado papal, no corresponde al paradigma japonés del Santuario de Ise, sino más bien cercano al ejemplo de la estación de combustibles de Gautier/Cott, o a la demolición – construcción del Hotel Jaragua (original obra maestra del arquitecto Guillermo Gonzales, de 1942). Creación y destrucción se funden de manera evidente.
Pero hagámonos una simple pregunta. Si hoy, por ejemplo, reflexionando en relación de la nueva ética eclesiástica predicada por el papa Francisco, se propusiera demoler la Basílica de San Pedro para luego reconstruirla en conformidad a una iglesia más pobre y menos triunfante, o según la “nueva arquitectura” ¿Cuál sería nuestra posición? Pensemos que en el Quinientos muchos eran contrarios a la demolición del importante edificio paleocristiano, sede en el año 800 de la coronación del emperador Carlo Magno (Basílica Constantiniana).
Hoy, el crecimiento de la cultura de la conservación y una nueva sensibilidad, hace creer (o esperar), la imposibilidad de demoler para luego reconstruir cualquier edificio de importante trascendencia histórica.