Pedro Henríquez Ureña visita Ucrania

Pedro Henríquez Ureña visita Ucrania

Eduardo Jorge Prats

No sorprende el apoyo abierto de muchos latinoamericanos al Gobierno autoritario de Putin y a su guerra genocida contra el pueblo de Ucrania, tomando en cuenta el viejo antiamericanismo hispanoamericano, obsesión ambidextra en tanto es compartida por ambos extremos radicales del espectro político y que, en el fondo, además, es anti-occidentalismo puro y duro.

Solo esta disgusting ideología kitsch explica cómo en Latinoamérica divulgamos, con el mayor descaro, las múltiples y contradictorias justificaciones que ofrece Putin de su infame “operación militar especial”. Disculparla, por ejemplo, sobre la base de que se busca “desnazificar” Ucrania o “contrarrestar la expansión de la OTAN”, es tan objetable como excusar la invasión de los Estados Unidos a la República Dominicana en 1965, afirmando que lo que los estadounidenses pretendían era evitar “una segunda Cuba”, desacreditando así, por supuestamente “comunistas”, las incuestionables credenciales democráticas, liberales y nacionalistas de la “Revolución de Abril”.

Nadie mejor que los latinoamericanos que luchamos contra nuestra Madre Patria, España, por nuestra independencia, para comprender que Ucrania se juega en la guerra su supervivencia como nación y Estado independiente. Los dominicanos deberíamos saberlo muy bien, porque luchamos férreamente por nuestra independencia frente a España (1863-1865), Haití (1844-1856) y Estados Unidos (1916-1924, 1965), así como contra los variados intentos de nuestras élites conservadoras de anexionarnos o arrendarnos a aquellos países y a Francia.

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Esa peculiar sensibilidad nacionalista americana -especialmente de un Caribe “frontera imperial” (Juan Bosch)- y dominicana, es lo que nos debe llevar no solo a sostener sin tapujos la causa de Ucrania frente a Rusia, sino también a entender que es inevitable el conflicto de las potencias en esa parte del mundo y, sobre todo, que no se puede ser “neutral”, pues, quiérase o no, hay que tomar necesariamente partido y solidarizarnos -o no- con o la independencia y la democracia de Ucrania.

Nuestro inmenso Pedro Henríquez Ureña lo decía en 1906, refiriéndose a los Balcanes y al Caribe: “en realidad, si viven todavía en feroz independencia tanto los principados balcánicos como las repúblicas convulsivas de América, -naciones hipotecadas en cuanto a su vida económica, amistades enojosas en la vida internacional, presas codiciadas por su posición geográfica y sus riquezas naturales—, es solamente por el conflicto de intereses entre las potencias. De no oponerse la Europa occidental, hoy estaría la región oriental bajo la férula de Rusia; de no oponerse los Estados Unidos, América habría vuelto a ser campo de conquista”.

Y es que, como afirmaba en 1922, “los que no hayan vivido en un pequeño país independiente no conocen el sentimiento que existe en ellos de estar elaborando su propia vida, creando su propio tipo y modo de ser, creando constantemente. Cada nación pequeña tiene alma propia y lo siente”.

Ucrania es, valga la deliberada redundancia, una gran nación grande, con alma propia, lo siente y, por eso, lucha valientemente por preservarse como Estado independiente y democrático. Es ineludible deber de las democracias del mundo apoyar la defensa existencial, militar y política que los ucranianos despliegan porque, como ucranianos y europeos, es claro que ya no quieren seguir viviendo bajo la ominosa y terrible sombra de una Rusia imperialista que no es, ni nunca podrá ser, modelo de democracia, de respeto a los derechos fundamentales y de desarrollo económico.

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