Por: Mario Emilio Pérez
Pedro Vergés Cimán era diferente a la mayoría de mis amigos de los años de juventud, al grado que en una ocasión afirmé que no se parecía a nadie.
Durante el oscurantismo de la dictadura trujillista, los amantes de la lectura de obras literarias eran escasos, y él era uno de ellos en mi barrio capitaleño de San Miguel, y se le conocía por el apelativo fonéticamente amistoso de Piri.
Mientras la mayoría de los jóvenes y algunos adultos de la barriada teníamos como pasatiempos el baño en cualquier playa, tumbar frutas en fincas suburbanas, y bailes familiares, el introvertido y taciturno mozalbete no parecía interesarse por esas aficiones.
Las simpatías amistosas se generan por razones de afinidad de aficiones y caracteres, y eso ocurrió en el sector entre Piri y yo, debido a que desde edades tempranas ambos dedicábamos cotidianamente horas a la lectura.
Eso fue factor determinante para que en nuestras reuniones en cualquier lugar el tema favorito de la conversación era sobre las obras literarias que habíamos leído, estábamos leyendo, o queríamos leer.
Esa amistad, que hoy podríamos definir como de añejísima data, superlativo acertadamente usado en este caso, superó fácilmente el obstáculo de nuestra diferencia de edades, pues llevo sobre mis hombros mayor carga de calendario que él.
La razón de la empatía cultural fue que él era hijo del destacado historiador Pedro L. Vergés Vidal, por lo que unió a su talento tempranas lecturas en la biblioteca de su progenitor, y su valioso asesoramiento.
Lo cual contrastaba con la situación imperante en mi hogar, donde no aparecía un libro, por lo que mis recorrido por páginas librescas no fue tan precoz.
El acertado análisis de las obras que ambos leíamos llevó a mi mente la convicción de que devendría en exitoso escritor.
Porque desde los años de la adolescencia mostraba silencios de ensimismamiento, que eran paradójicamente seguidos de inmediato con la descripción objetiva y certera de la personalidad de un contertulio, amigo, o relacionado de ambos.
Y en las pocas ocasiones que realizó algún comentario sobre mi carácter, o de alguna acción u omisión mía, me produjo verdadero asombro la veracidad de su apreciación.
Desde su larga permanencia en España, que incluyó la obtención de un título en Filología Románica de la Universidad de Zaragoza, me informó que había escrito una novela que ganó los premios Blasco Ibáñez, y el Internacional de la Crítica Española.
Confieso que cuando leí Solo cenizas hallarás de un tirón, comprendí que parte de su personalidad y de las vivencias en su lar nativo estaban presentes en la obra, escritas con belleza literaria y amenidad.
Ni la licenciatura en Filología Románica ni el doctorado posterior en la Universidad de Madrid, colocaron culteranismos gongóricos en el texto de esta novela que, aunque escrita en España, el ombligo telúrico del autor lo mantuvo inmerso en su patria dominicana..
Pero no olvidemos al sicólogo empírico, al ultra paciente y disciplinado ser humano, que tardó, o mejor sería decir que invirtió, diez años de su entonces joven existencia escribiendo esta laureada creación literaria.
Esa mágica, interesante combinación de talento y paciencia aparece en su segunda novela, que le llevó igual cantidad de discurrir biológico y un número de páginas que alcanzó las setecientas treinta y cinco, y que voy disfrutando con igual delectación que la primera.
Porque en la titulada Yo ya estaré lejos el agudo narrador se introduce a través de los personajes y las situaciones en el mundo asfixiante de la sangrienta tiranía treintañera sin que en sus trazados aparezca la animadversión que acogoto a gran parte de la sociedad dominicana de su tiempo.
Sus descripciones, enjundiosas y frecuentes, plasman la personalidad de un escritor al mismo tiempo sereno y sensible.
El día de la puesta en circulación del libro se vendieron los cuarenta ejemplares que el autor exhibió.
Lo que lució como un milagro en el digitalizado mundo de hoy, en el cual el libro impreso , cuando circula, lo hace con paso tortuguesco.